Por primera vez en mucho tiempo, lo que despertó a Idoia aquel miércoles por la mañana no fue la molesta y repetitiva canción que los pesados de Kiss FM hubieran dejado programada para sonar a primera hora de la mañana. No. Aquel sonido, constante, trepidante, no demasiado alto, pero continuo cual tambor de artillería era algo que no conseguía identificar. Algo que la retraía a su tierna infancia, pero no conseguí recordar qué. Demasiado tiempo desde aquellos vagos recuerdos. Sí. Demasiado.
Miró el despertador, sin animarse aún a quitarse su ya vieja colcha marrón chocolate. Hacía demasiado frío y era demasiado pronto como para animarse a salir de ese remanso de paz que era la cama y atreverse a correr el peligro de congelarse los pies al rozar el suelo. Ni siquiera eran las seis de la madrugada y aquel ruido infernal la había despertado ya y no iba a dejarla quedarse dormida otra vez.
¿Qué demonios podría ser lo que golpeara de forma tan incesante las persianas? Siempre las cerraban por la noche, ya que las bajas temperaturas nocturnas no eran cosa de broma. En situaciones como aquella, le encantaría tener aquel superpoder que tenía Gema, capaz de mantenerse dormida aunque un terremoto de 7,2 en la escala de Richter sacudiera la ciudad. Era de las pocas cosas que odiaba de ella, esa capacidad para dormir del tirón sin problema y en cualquier clase de circunstancia. Pero, a pesar de todos sus defectos, veía que cada día la quería un poco más. Era tan imperceptible el cambio en el día a día que podría pasarle desapercibido a un observador cualquiera, pero sabía que a esas alturas de la vida Gema era la única razón por la que aún podía sonreír de cuando en cuando. Aunque, para ser justos, Morfeo también podía arrancarle alguna sonrisa de cuando en cuando. Esa bola de pelo que encontraron abandonado y dando vueltas por su pequeña urbanización cual barco sin rumbo, se había ganado rápidamente un hueco en su corazón. Y eso que dormía todavía más que Gema, pero era un amor de gato.
Idoia intentaba luchar por recuperar el sueño perdido, acurrucándose al lado de su amada, intentando hacerse un ovillo con su manta de lana, pero aquel maldito golpeteo no la dejaba en paz. Intentaba cerrar los ojos, envolverse en la oscuridad que tan solo la nada más absoluta podía proporcionar, pero ya era batalla perdida. Aquel pequeño sonido como de balines, chocando acompasadamente contra la ventana al ritmo de alguna extraña melodía, la llamaba, despertando a su cada vez más insistente curiosidad.
Suspiró. No había nada que hacer. Era casi mejor así, levantarse antes de que sonara alguna de esas canciones que el despertador le había enseñado a odiar a base de repetir una y otra vez las mismas cada vez que el display marcaba las 06:33 de la mañana. Pero peor que aquellas melodías era dejar programado el despertador en modo buzzer. La única vez que lo probó le dio tal susto al sonar que casi acaba con taquicardia. Desde luego, el inventor de semejante aparato se merecía la silla eléctrica o el garrote vil. Eso cuanto menos.
Buscó a tientas las zapatillas que se habrían quedado tiradas de cualquier modo. Eso si a Morfeo no le había dado por usar alguna de cuna. Quizás le hicieron el apaño de pequeño, pero ahora difícilmente entraba. Pero él no dejaba de intentarlo cada poco. Ya calzada recorrió la media docena de pasos que la separaban del perchero donde colgaban las dos batas. Haber mantenido durante tantos años la costumbre de dormir juntas desnudas tenía también sus inconvenientes. El principal era que ese medio minuto o minuto y medio que tardaba en alcanzar el perchero solía ser claramente el peor medio minuto o minuto y medio del día. Podía notar como las extremidades se le agarrotaban, como su cuerpo temblaba casi sin notarlo, luchando por mantener intacto el poco calor que había conseguido acumular al abrigo de las mantas. A veces se le pasaba por la cabeza que, de ser el invierno un poco más crudo, el pis se le habría congelado completamente antes de llegar siquiera a cruzar la puerta del baño. Por eso, ni siquiera aquella mañana cambió su pequeña rutina. Siempre tras levantarse de la cama era lo mismo. Primero las zapatillas, luego la bata. Después el primer pis de la mañana y cerrar fuerte los ojos al encender la luz del baño no fuera ser que el repentino cambio de luz destrozara sus pupilas. Luego, tras tirar de la cadena, ver cuantas canas nuevas le habían salido en el día. Contó unas 15. Quizás había más, pero ya a esas alturas de la vida casi que daba igual. Peor sería ver apreciar alguna calva intentando abrirse paso en su cabeza. Aquello sí que hubiera sido el fin.
La parte final de aquella pequeña rutina era siempre encender la cafetera. Una vez conectada, y con la primera taza de café aún humeando en sus manos ya se sentía con fuerzas suficientes para desvelar el origen de aquel molesto ruido que le había quitado casi una hora entera de sueño. Aquel madrugón extra merecía dejar la cafetera preparada para otra segunda taza, ya que la primera había caído demasiado rápido.
El salón fue la estancia elegida para ver bien el extraño fenómeno que seguía sonando incesantemente. Fuera lo que fuera, allí podría verlo bien sin correr el riesgo de despertar a Gema ni de destrozar alguna pieza de su ya incompleta vajilla. Con bastante desgana, encendió la luz del salón y subió la persiana a media altura, tras tirar cuatro o cinco veces del cordón. No sabía si estaba preparada para cualquier cosa que hubiera podido ser aquel ruido, pero desde luego, no lo estaba para lo que realmente fue. Era la lluvia.
Trató de recordar la última vez que vio llover. Se había convertido en un fenómeno tan extraño como lo era la nieve cuando ella era pequeña. Si bien no lograba recordar cuando fue la última vez que vio llover, difícilmente podría olvidar la primera vez que vio la nieve. Era una Navidad en las fiestas de su municipio, Torrejón, y la nieve le daba un aspecto más mágico a aquella ciudad encantada que montaban cada año sin falta en la plaza mayor del municipio. Había pasado tanto tiempo que incluso dudaba ya de que la plaza se llamara realmente así. Seguramente tenía un nombre muy diferente y hubiera pasado a todo el gran mogollón de cosas que su mente había borrado para hacer sitio a las nuevas.
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