― ¿Está seguro que quiere hacerlo, maestro? ― preguntó la chica soltando repentinamente el brazo del hombre.
Él, por su parte, se detuvo también pero no giró para encararla. Levantó la cabeza y miró al cielo, como pidiendo una respuesta.
El día, milagrosamente, estaba despejado. El cielo era de un azul turquesa, tan limpio como los que se describían en los libros de historia. No aclaraba de esa forma desde hacía más de cincuenta años, él casi podía recordar la última vez que había sucedido. Casi había sido escogido esa vez y no esperaba que volviera a ocurrir tan pronto.
― ¿Cómo es posible que un día tan hermoso, sea al mismo tiempo, tan triste? ― preguntó el hombre despegando la vista del cielo y paseándola por los alrededores.
Las murallas del jardín interior eran pálidas como tumbas, cubiertas por la nieve que había caído la noche anterior. Había sido una ventisca de proporciones bíblicas y tanto él como ella habían temido morir congelados esa noche. Todos los habitantes del castillo habían sentido ese miedo, el frío colándose por los pies de la cama, imparable, arrasador.
El verde esmeralda de los pinos brillaba con un fulgor casi sobrenatural. El jardín interior era el único lugar que no estaba cubierto por metros de nieve. Construido estratégicamente para que dos torreones y una muralla lo cobijaran de la inclemencia del clima de esas latitudes, el jardín interno era el único lugar donde se podía ver otro color aparte de la extrema blancura de la nieve. El único lugar que guardaba un rastro de calidez.
Él lo veía todo desde arriba, mientras caminaba sobre el congelado empedrado que coronaba la gran muralla exterior. Era un espectáculo sobrecogedor.
Ella se mantuvo en silencio, probablemente en un vano intento de fulminarlo con la mirada. El maestro podía imaginársela claramente aunque no la estuviera mirando. Los rojos labios fruncidos, los ojos entrecerrados y sus cejas formando una elegante curva sobre estos, sin llegar a tocarse.
Era tanto lo que estaba implicado en aquel asunto.
― Puedo recordar la última vez que sucedió… ― comenzó a decir el hombre, girándose para encarar a la chica. Sabía también que aquella teatral acción podría ablandare el corazón helado que descansaba bajo su piel, o podía empeorarlo aún más. Ella era tan imprevisible a veces. Continuó para no perder el hilo de sus recuerdos ―…yo era uno de los aspirantes más prometedores pero tenía miedo y no me avergüenzo de no haber sido escogido, ahora es diferente, ha pasado mucho tiempo y mi vida pareciera estar estancada. Creo que es hora de dar el siguiente paso. ― terminó, tratando de usar las palabras adecuadas para no generar ninguna reacción adversa en la chica, que era, digamos, bastante susceptible.
― ¡Pero aquí tienes poder, seguidores, posesiones! ¡Eres el más joven del consejo y aun así eres una de las voces más influyentes! ¡Aquí me tienes a mí! ― cortó ella acercándose agresivamente al hombre. Él era alto, ella aunque ya era una joven mujer no estaba a su altura, pero siempre que se ponía así de terca podía terminar por ser peligroso. Física y psicológicamente hablando.
El hombre aspiró el aire helado de la mañana e infló su pecho listo para replicar. Tenía argumentos de peso que, sin duda, podían sepultar los de ella de manera lapidaria. Pero se mantuvo en silencio, dejó que el aire escapara lentamente de su cuerpo, formando una densa nube que se alejó flotando con el viento hacia las blancas planicies que se abrían hasta el infinito por debajo de ellos.
Ella lo miró, tratando de penetrarlo con esa mirada ambarina que ponía cuando quería darle un categórico golpe oral. Él esperó.
― ¿No será que no me amas realmente? ― preguntó ella cruzando los brazos por sobre su pecho. El hombre la miró un segundo antes de desviar la mirada hacia afuera del castillo, hacia los Páramos.
Siempre hacia lo mismo, y ella debía saber que ese era su punto débil. Probablemente ella sabía que la respuesta a su pregunta era “Si, te amo, más que a mi posición social, mi poder, mis seguidores, más que a mi propia alma, te amo con locura y nunca te dejaría.” Pero eso sería básicamente retractarse de sus palabras. Y no es que fuera un tipo con el orgullo por los cielos, nada de eso, pero había otras implicaciones, el asunto, su decisión iba más allá del hecho de que si la amaba o no.
― El Consejo ha hablado y me han presentado a mí como el integrante más apto.― replico él vanamente, en un desesperado intento de inclinar la balanza a su favor.
― ¡Para ti el Consejo es más importante que tu propia vida! ¡Que el Consejo aquí y el Consejo allá! Solo te presentaron como el integrante más apto, pero siempre está el “segundo”, afuera del consejo siempre hay gente que vendería su alma por ser escogido. Incluso si el segundo no quiere ser el elegido será obligado a hacerlo, está en las normas del consejo. “Ningún integrante de este Consejo será obligado a hacer nada en contra de su voluntad, para esto se denominará a un “segundo” que tomará la responsabilidad, obligatoriamente, si dicho miembro se llegara a negar” ― citó ella.
En dos frases había dado dos argumentos poderosos y él no tenía nada para contrarrestarlos. Nada que pudiera revelarle.
― Para ti es muy fácil decirlo ya que nunca asistes a las sesiones del Consejo aunque seas una de las cabecillas de la familia, tú te dedicas a divertirte y rondar por ahí mientras yo me rompo la espalda tratando de que la cordura reine en los Páramos. ¿O me vas a decir que debería dejar que Lord Amón, con sus legislaciones genocidas y campañas bélicas reine todas las tierras del norte? ― replicó él, encontrando por fin una brecha por donde atacarla. Y era verdad, a ella nunca le había interesado la política de los Páramos, nunca había asistido a un Consejo y probablemente no pudiera responder nada al alegato del hombre.
― ¡No vengas con eso! Yo ya te he dado a elegir. ¿Cuántas veces te he dicho que podríamos escapar hacia el sur, hacia Freyja? Ni el Consejo ni la familia completa podrían tocarnos allí, pero tú eres el que se niega. Vamos, amor, cambia de opinión, larguémonos de este lugar. ― ofreció ella extendiéndole la mano con la palma hacia arriba y mirándolo con los ojos rebosantes de amor y comprensión.
Él no estaba seguro de si lo que decía fuera cierto. El Consejo podía llegar a cualquier parte, encontrar a cualquiera de sus ovejas descarriadas. Muchos habían intentado escapar, una vez al año se proclamaba la lista de traidores, una copia para cada uno de los magistrados.
Todos los nombres de la lista estaban tachados con una diminuta línea roja.
Una amenaza tácita para los desertores.
Eso era lo que ella no sabía, porque ella no iba a las sesiones del Consejo. Todos y cada uno de los que habían logrado escapar estaban muertos, y él no podía permitir que a ella le sucediera algo así, la amaba demasiado.
― Ya he tomado la decisión, no hay nada que pueda hacerme cambiar de idea. Así que por favor, acéptalo. ― respondió él, suspirando.
Ella lo miró durante un agónico segundo en el cual todas las emociones que guardaba se reflejaron en sus ojos, antes de retirar la mano que le ofrecía y guardarla en lo profundo y cálido de su abrigo.
― Supongo que este es el adiós entonces. ― replicó ella. Un frio que él nunca había sentido se había apoderado de la voz de la chica, un frio abrasador, corrosivo. No había sentimientos en su voz. Lo miró por última vez, giró y se alejó caminando por la congelada superficie del muro exterior hasta que se perdió de vista.
Así era mejor.
No podía revelarle las intenciones del Consejo. Lo habían puesto entre la espada y la pared, por eso no podía escoger otro camino.
Para él ya no existía la ilusión del chivo expiatorio que se hacía llamar “segundo”.
No podía decirle que su “segundo”, era precisamente ella.
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[El Sueño del Oráculo continuará la próxima semana]
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Idea y escritura: Raúl Trincado - Dibujo y fondos: Vicente Zúñiga - Pintura: Pia Moya - Edición: Raúl Trincado, Gabriel Araya y Tamara Ruz.
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