Por
Alvaro Benavides
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Una vez escuché que en Chile cualquiera que muere con menos de 300 lucas en el bolsillo termina en una sala de disección con rubiecitos estudiantes de medicina, o en una fosa común, que quizá es un poco mejor.
Estaba sin ni uno. Había llegado a la situación en que, con camisa limpia y maleta de negocios en mano, salía a pedir plata a la gente. A los turistas de los hoteles de Providencia sobre todo. “Me acaban de robar todo”, “me despidieron hace 2 meses”, “mi familia pasa hambre”. Todo era verdad de cierta forma, yo no digo mentiras.
Como sea, así fue que acabé trabajando con muertos. Simplemente ofrecía el cajón y la cristiana sepultura por 250. Nadie más parecía estar dispuesto a vivir rodeado de cadáveres por menos, así que me iba muy bien. ¡Y así fue también que descubrí que los muertos son una excelente compañía! Mejor que los vivos al menos.
Además noté que había miles de formas de abaratar costos que al parecer nadie más había notado, muchos trámites innecesarios, gastos sin sentido y materiales desperdiciados ¡Quizá había por fin encontrado mi vocación! Y a los 47 años eso no pasa muy seguido.
Eventualmente me metieron en la peni por mis prácticas con los finados. Una diferencia de opinión entre yo y los familiares de los fallecidos, supongo.
La verdad es que tuve bastante suerte, porque con el gobierno de turno, las cárceles estaban atestadas de disidentes políticos. Si querías rodearte de la intelectualidad, de los tipos más interesantes: si querías ser alguien en este país, tenías que estar en la cana. Los demás lo sabíamos, y nos sentíamos rock stars, gente privilegiada.
Así que ahí estábamos, en una celda de 2 x 3 metros, con comida y agua sólo una vez al día y un wáter que no andaba. Pero lo peor eran los gendarmes. Esos tipos eran absolutamente sádicos, no les importaba nada porque para ellos valíamos nada. Sólo tenían que rendir cuentas a sus jefes, los dueños privados del sistema penitenciario, que probablemente no tenían pensado visitar el continente en ningún momento próximo. Aún hoy tengo cicatrices de esos días.
Al cabo de no mucho tiempo, entre días y noches de conversaciones, yo y otros presos formamos un grupo para defendernos de los gendarmes y de las otras pandillas, que rápidamente escaló en una especie de asociación revolucionaria que pretendía desmantelar el sistema y acabar con la sociedad, quizá luego reemplazar el sistema por otro, no nos pusimos muy de acuerdo en eso ¿qué importa de todos modos?
Era fácil reclutar a los presos en nuestro grupo. Muchos venían de situaciones sociales muy injustas, y si no, se unían para pasar el rato, cualquier cuento les servía para distraer la mente del hambre y el aburrimiento.
Les decíamos que los ricos no tenían rostro, que usaban máscaras. Así, cuando llegara el momento, les sería más fácil matarlos. Ninguno de ellos había visto alguno de todas maneras, no en persona al menos. Eran un mito urbano, una aparición. Creo que con el tiempo hasta algunos gendarmes se unieron.
El mayor problema que enfrentábamos, y yo en ese momento no lo sabía, era decidir quién era el líder, quién era la máxima autoridad del grupo. En vez de eso, éramos cuatro los que dirigíamos todo, encargándonos cada uno de distintas áreas. Entonces no me había dado cuenta, pero siendo yo el que comandaba las fuerzas de choque, me habría sido fácil eliminar a mis otros tres compañeros y resolver el problema del liderazgo de forma sencilla y efectiva. Pero en ese momento no lo pensé, y así el tiempo pasó, y eventualmente me dejaron libre. Estaba en las calles nuevamente y también lo estaba ya un tercio de nuestra organización, y el resto lo estarían tarde o temprano.
Pensé que necesitábamos conseguir plata, sino, nuestras actividades se estancarían, así que, aunque esa no era mi tarea, organicé a mis hombres para mover un poco de pasta y coca en sus poblaciones y financiarnos con la plata del tráfico. Así conseguimos armarnos rápidamente y aprovechar las redes que cada miembro ya tenía con su localidad. Estaba tomando todas estas decisiones solo porque los demás dirigentes del grupo estaban aún en cana y, la verdad, eso lo hacía todo más fácil. Eran tipos muy brillantes, perfectos para discutir dilemas toda la noche, pero el grupo necesitaba acción, no se puede vivir de pura dialéctica y discusiones.
Ahí fue cuando otro de mis compañeros, notando cómo yo iba escalando en el poder de la agrupación, decidió enviar a dos asesinos a matarme. No sabía cuál de mis compañeros había sido y no los culpo, la verdad eran buenos tipos y yo habría hecho lo mismo si se me hubiera ocurrido antes. De todas maneras, los asesinos murieron en manos de mi división de soldados más recientemente creada, compuesta exclusivamente por niños de entre diez y trece años. Eran excelentes, mucho mejores soldados que los adultos; quizá por todo eso de las hormonas eran mucho más agresivos , y mucho más fáciles de convencer y manipular, además de que siendo niños, y eso fue lo que me salvó, nadie sospechaba de ellos. Así es, Dios bendiga a los niños, Dios bendiga pasar la antorcha a las futuras generaciones.
Decidí que debía tomar venganza y no arriesgarme a que volvieran a intentarlo, pero estando los otros tres líderes en cana todavía, era difícil determinar cuál de ellos había sido el que me mandó a matar. También pensé que podrían haberlo determinado entre los tres. Les encantaba decidir todo en grupo y todo ese rollo de la democracia. Entonces la mejor opción era liquidarlos a los tres. Y con la venta de drogas rindiendo frutos, a mis hombres diversificándose en otros negocios prometedores, y a mi cuerpo de soldados engrosándose, decidí incendiar la cárcel. Con las condiciones en que tenían a los presos, lo más probable es que nadie se salvara. Estuvo en las noticias. Creo que hasta varios gendarmes quedaron atrapados, así de mala era la cárcel.
CONTINUARÁ
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