Jerusalén había sido tomado, el llamado del Papa era claro: había que retomarla costase lo que costase. Al menos eso era lo que los campesinos se contaban entre ellos mientras oían el llamado de los clérigos quienes decían que el matar a un infiel era el camino al cielo y a la redención de los pecados. Sin embargo aquellos que se movían en la nobleza sabían muy bien a lo que iban, no a la redención ni tampoco a conseguir la gloría en la vida eterna después de la muerte sino en la gloria y la riqueza en la vida terrenal. Habían reinos que no poseían gobiernos fuertes y ellos podrían hacerse con dichas tierras. Las cruzadas estaban comenzando y ella no deseaba estar atrás.
Sus motivaciones eran claras, no le interesaban las tierras de nadie, tampoco quería redención o gloria sino algo más, algo que sentía que podía lograr en aquella cruzada: justicia y reconocimiento.
De larga cabellera negra, ojos verdes y de un bello como también sensual cuerpo, aquella jovencita de nombre Rebeca forjaba sin descanso su armadura junto a sus armas. Siendo hija de un herrero que murió a causa de una terrible enfermedad, Rebeca había aprendido todas las artes de la guerra gracias a él. La madre de Rebeca fue asesinada por un sucio degenerado que intentó propasarse con ella, su padre logró vengarla empalando al desgraciado pero temeroso de que algo pudiese pasarle en el futuro y su hija se encontrara desprotegida ante los males del mundo, se propuso a entrenarla día y noche en las artes del combate. Rebeca aun era una bebé cuando todo aquello ocurrió pero pronto se convertiría en una guerrera cómo lo fue su padre en sus años de juventud. Adquiriendo gran fuerza en base a su entrenamiento, Rebeca se convirtió en una de las espadachines más diestra de toda la zona. Pudiendo mejorar su manejo en la lanza y su puntería en el arco y flecha junto con la jabalina. Cuando contaba con diez años, Rebeca era una de las mejores jinetes de la zona, tanto con su armadura puesta como sin ella. Su padre murió con una sonrisa de orgullo debido a que sabía que Rebeca estaba lista, no era la típica mujer convencional sino una guerrera de gran honradez y dignidad cuyo modo de ser por poco no se parecía al de un hombre. Rebeca no lloró al ver a su padre morir sino que se cortó las mejillas para que saliera sangre en honor a aquel soldado Huno evangelizado que falleció en el olvido de los demás, menos en el suyo.
La armadura estaba lista, colocándosela junto a un casco que tapaba su rostro y dejaba ver su enorme cabellera negra. Rebeca se dirigió a donde estaba Roger, su fiel corcel, y lo montó mientras pensaba que era hora de enorgullecer a su padre y de ponerse a prueba, de demostrarles a todos su valía como guerrera. Moviendo las riendas de su caballo, Rebeca comenzó a cabalgar mientras dejaba su hogar junto a su pasado atrás. Ahora no era Rebeca sino Red, la Doncella Caballero que iría a liberar Jerusalén de la mano de los infieles y de los corruptos.
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