“Ojala fuera un fantasma, sin vida ni muerte.
Entonces podría dormir para siempre.”
Hubo hace mucho tiempo un reino que ya no existe hoy. La capital del reino era una ciudad inmensa, y de todas los barrios el territorio más valioso era una enorme mansión en el centro. Mas para sorpresa de todos, la casa estaba abandonada. Pocos muebles quedaban dentro (y los que quedaban estaban pudriéndose), la madera de cada piso crujía sola y el lugar se volvió un hotel para arañas, ratas y cuanta artimaña haya. A pesar de esto último, el silencio reinaba y eso era perfecto para ella. Florecita de Luna se llamaba a sí misma. Una niña de cabellos largos color cielo oscuro que vestía sólo con un camisón de mangas largas. Así es como se veía antes de morir. La joven ahora no tenía más deseos que disfrutar su eterna vida descansando en paz.
Tal fue el caso que cuando despertó años más tarde no podía diferenciar realidad de sueño, pues en sus fantasías vivió mil aventuras sin parar, se apropió de muchos nombres y muchas caras. Tuvo una vez un sueño en dónde podía volar hasta la luna y tomar té con unos preciosos conejos de jade. En otro era una princesa que viajaba por el mundo buscando plantas medicinales para curar la más terrible de las plagas. No había ningún límite: se podía volar, detener el tiempo, usar magia, transformarse en un hada y vivir para siempre. Era la vida más idílica que se podría imaginar.
Cuando por fin despertó, no podía recordar su realidad, o más bien la negaba. Aunque logró entender claramente que había despertado de su sueño, que se encontraba en su hogar, no se sentía diferente. Ninguna vida alguna estaba apegada a los objetos que observaba, nada podía realmente confirmar su existencia. La casa era muy vacía, fría y desolada. Todo estaba muerto y sin alma, no había nada que apreciar o sentir… Excepto una frase que resonaba dentro de lo que quedaba de todo su ser, escondida en un cuaderno azulado con bordado en forma de flor: “Para mi florecita de luna, con cariño, mamá”. Ese tenía que ser su nombre, pensó.
Un día el silencio eventualmente fue interrumpido por pasos y voces humanas. Después de cinco largos años de abandono, la casa fue comprada. Florecita de Luna se despertó por su curiosidad y escuchó la conversación de los trabajadores, sin ser siquiera vista ni escuchada.
—¿Por qué la mismísima reina compró este lugar? —preguntó un empleado.
—Dicen que cuando todavía no era reina, deseaba comprar esta propiedad, pero no tenía la plata para hacerlo.
—Supongo que tiene sentido, pero es algo… infantil, ¿no lo crees?
—Un poco, pero ya sabes cómo es la gente cuando tiene plata.
Su conversación quedó corta debido a que su superior exigió que no continuaran parloteando. A resultaba muy familiar ver aquella gente trabajar como hormiguitas tratando de cargar pan de cada día. Esa pobre gente tenía que limpiar las montañas de polvo acumulado por años, desalojar los hogares de las arañas tímidas, arrojar los muebles desarmados por el tiempo y acabar con el hongo de las paredes. Horas pasaron con poco progreso, pero era hora de regresar a casa. La pobre fantasma quedó agotada sólo con ver a los sirvientes regresarle la vida a la mansión, por lo que regresó a su vieja cama en el ático para dormir un poco más.
Cada día se repitió una y otra vez. Antes de que siquiera salga el sol los trabajadores entraban para arreglar la casa, descansaban por no más de una hora para comer algo, sólo para seguir trabajando hasta el anochecer. De seguro iban a ir a sus casa para comer algo antes de dormir unas cuantas horas, de lo contrario no podrían seguir vivos. Florecita de Luna no sabía cuánto tiempo pasó desde que empezaron, pero se dio cuenta una tarde de que las noches se volvían cada vez más cortas y que los árboles pronto se llenarían de flores. Eventualmente, después de destruir lo dañado para reemplazarlo con algo nuevo, sólo quedaba una cosa por hacer: pasar los muebles dentro de su nuevo hogar. Nuevos sirvientes fueron contratados para llenar el lugar y prevenir que retroceda a su estado anterior. En vez de descastados muebles azules, trajeron decoraciones color rojo y con oro, dándole mucho más brillo al lugar. Todo era perfecto. ¿Entonces por qué no aparecía la dueña?
La curiosidad de la joven muerta pronto se volvió molestia, pues parecía no tener ya ningún momento de calma. Cada rincón solitario quedó invadido por algún invasor que buscaba ocultarse de ojos indecentes (o más bien inocentes), incluyendo su propio cuarto. En aquellos momentos Florecita de Luna no podía hacer nada más que subir más alto, observando la bella luna desde el tejado… O al menos eso creía… Durante el día era invisible para los vivos, pero durante la noche se lograba ver su transparente figura brillando como la luz de mismísima luna. Fue por accidente que descubrió esto. Una noche fría entró por la ventana a un cuarto diseñado para visitantes, buscando un momento de paz, sólo para encontrar el empalagoso encuentro secreto de dos enamorados que preferían besarse en vez de terminar su trabajo (o irse a dormir). Su presencia no fue notada al instante, pero si lograron escuchar el reclamo de la joven:
—¡Por favor!¿Qué tiene que hacer un alma en pena para tener un momento de paz? —se quejó el espíritu—. ¿No tienen algo más importante que hacer? No me gusta pasar las noche en el ático.
—¡Santo cielo! —gritó uno.
—¡Ave María! —gimió el otro, y ambos salieron corriendo con la sangre helada y la piel de gallina.
Corrieron por los laberinticos y oscuros pasillos hasta que se quedaron sin aire, golpeándose con muros y decoraciones en el camino. Cuando se sintieron a salvo, se detuvieron, se sentaron y respiraron. El palpitar de sus corazones les tapaba los oídos, pasando sangre por todo el cuerpo en caso de que se requiriera otra huida. No estaban seguros si de verdad presenciaron un encuentro con el otro lado, ¿pero qué otra explicación podía ver (además de alucinaciones o locura grupal)? En pleno pánico, la voz regresó, mucho más molesta que antes: “es grosero irse cuando alguien te está hablando”. Tras voltearse una vez más, ahí estaba. El alma en pena los siguió. Brillando como la luz de la luna. Acercándose. Pero esta vez no podían huir, ni siquiera podían levantarse. A penas si podían gritar. Y así fue como terminaron: inconscientes, en el piso, como si les hubiera dado un infarto.
Florecita de Luna quedó muy confundida por un breve instante, pero la verdad es que era una reacción normal. Después de todo, cuando corres mucho, nunca debes sentarte y dejar que tu cuerpo se enfrié inmediatamente (todos saben eso). Ahora bien, la fantasma no sabía muy bien qué hacer. Por un lado, era técnicamente responsable por lo que pasó y tenía que ayudarlos para que no se mueran de frío o algo así . Por otro lado, ¿qué podía hacer una muerta al respecto? Afortunadamente el escándalo fue suficiente para que los demás sirvientes y hasta algunos guardias llegarán para ayudar. Quedaron muy preocupados y llegaron a los dos sirvientes a sus respectivos cuartos para que recibieron cuidado médico (en caso de que hayan sido atacados). Todo parecía normal, por lo que sólo tenía que esperar que despertarán. Esto tranquilizó a la culpable, y decidió marcharse a reflexionar, evitando la culpa de que aquellos personajes hayan sido despedidos por holgazanear y decir locuras como que una niña muerta rondaba por el edificio. Por suerte asumieron que bebieron algún trago en lugar de asumir que perdieron completamente la razón.
En todo caso, la alegre e ignorante Florecita regresó al ático y decidió darle una utilidad. Escribió sobre los eventos ocurridos y así llegó a la siguiente conclusión:
“No tengo propósito en la vida, porque no tengo vida. Aun así, tengo una presencia. Hay cosas que puedo hacer, que puedo tocar. Puedo dejar de ser un simple espectador. Creo que sé lo que puedo hacer, es tan obvio: estoy aquí por alguna razón. No recuerdo qué exactamente, pero me tengo que dar una misión. ¡Tengo la libertad de divertirme y hacer lo que se me dé la gana! ¡Tengo que aterrorizar a los vivos! ¡Esa es la misión de un fantasma!”
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