En un pequeño pueblo en medio de los Andes (1), el campanario de la iglesia anunciaba que se acercaban las 6 de la tarde. A pesar de que las sombras se empezaban a extender por las calles empedradas, un par de transeúntes curiosos, se reunían alrededor de la fuente en medio de la plaza central, cuando ya los cocheros guardaban sus caballos y el mercado estaba cerrando.
Una mujer cubierta con una ruana (2) se acercó a su amiga con un delantal:
— ¿Oíste que vino la profesora Teresa a rentar un caballo a esta hora?
— ¡Que si lo oí! Todo el mundo habla de lo mismo — respondió la del delantal.
— ¡Shhh! —la reprendió su amiga de la ruana— No vaya a ser que nos oiga alguien de la casa Liberian.
— ¿Y tú crees que estarían por acá tan tarde? Si es verdad que invitaron a la profesora, debieron irse hace rato —refutó la del delantal.
— Uno nunca sabe —mencionó la de la ruana, mirando alrededor— ¿o acaso has visto a todos los que viven allí? Podría haber uno por aquí y no lo sabríamos.
— Mhg... —rezongó su amiga, admitiendo su derrota— Está bien —empezó a susurrar—, ¿qué es lo que me quieres contar?
— Bueno, que la profesora Teresa Buitrago, esa que aparece en los periódicos, va a cenar con los ermitaños Liberian. Ya sabía que tenían dinero, ¡¿pero tanto como para invitar a alguien así a su casa?! ¡Qué barbaridad! —la mujer de la ruana pareció esponjarse ligeramente, como si su vestimenta se tratase de las plumas de una gallina—No me digas que no te pica la curiosidad, me dijiste que una vez te viste con uno de sus empleados. ¿No será más bien que tú tienes algo que contar?
— ¿Yo? ¿Y qué quieres que te diga? ¿Que la cocinera malhumorada fue a comprar yuca (3) cuando fui a la plaza, o que su esposo sonreía sin dirigirle a nadie ni una sola palabra? —frunció el ceño la del delantal.
— Talvez que nadie ha visto al patrón además de cuando envía cartas a su casa —se metió un hombre con sombrero de paja que apareció tras la fuente, haciendo a las dos mujeres erizarse de un salto.
— ¡Casi nos das un infarto! —lo regañó su amiga, dándole un golpe con su ruana.
— Ya ya, perdón —rió el del sombrero, revelando un bulto de papas que estaba cargando—. ¿Pero no les parece extraño? El hombre no tiene esposa ni hijos, pero vive en una casa a kilómetros de aquí con un montón de criados.
— Dicen que era el hijo de unos ricachones de otro país —respondió la del delantal.
— ¿Español o criollo (4)? —preguntó el de sombrero.
— No no, Liberian no es español, ese apellido debe ser de otra parte— respondió la de la ruana.
— Bueno, después de que Bolívar (5) trajera a los ingleses para la guerra, era de esperarse que algunos se quedaran —respondió el del sombrero.
— ¿Pero por qué vendrían aquí? Es un pueblo muy pequeño para gente así —cuestionó la del delantal.
— Bueno, también es un pueblo muy tranquilo. De pronto solo querían un lugar para descansar —respondió la de la ruana.
— O hicieron algo malo y están escapando —propuso el del sombrero, sonriendo maliciosamente.
— ¡No digas eso! Pueden ser raros, pero no creo que sean malas personas —refutó la de la ruana, viendo asomarse entre la cordillera a las primeras estrellas.
— Y sí que son raros. Si realmente querían descansar, ¿por qué el patrón anda siempre viajando? Y los profesores, ¿serán para la joven mucama, el joven alto pelirrojo, o habrá alguien más en esa casa? —argumentó la del delantal.
— Con todo ese dinero, podrían haber veinte personas en esa casa y nosotros ni por enterados —dijo el del sombrero.
— Habrá que preguntarle a la profesora Teresa cuando vuelva... —habló para sí misma la de la ruana, más como un ensoñamiento.
— Le preguntarás tú, ¡a mí me da pena! —negó con la cabeza la del delantal.
Los tres se quedaron viendo a la lejanía, en la dirección a la que había desaparecido el caballo rentado de la profesora hace ya una hora. Se preguntaban qué podría estar pasando en esa misteriosa casa en medio de la nada.
Todas las cosas mueren.
Y Arthur no era la excepción.
Se moría de aburrimiento, se moría de sentirse encerrado, se moría de frustración, pero, sobre todo, se moría por dejar caer su sonrisa falsa de una sola vez.
La profesora Teresa rió, llevando su mano sobre su boca, no logrando contener la gran carcajada que acaba de soltar, casi dejando caer sus pequeños lentes circulares, moviendo todo su cuerpo redondo y pequeño.
Estaban en un largo comedor de doce asientos, junto con algunas otras personas. El joven frente a ella, Arthur, contorsionó su rostro trigueño tratando de no dejar de sonreír, cerrando sus ojos turquesa, esperando que sus grandes lentes redondos ocultasen la poca paciencia que le quedaba.
— ¡Oh! —exclamó la profesora Teresa terminando su última carcajada— Sí, en verdad el joven Arthur es totalmente ingenioso. Un excelente estudiante a pesar de su falta de compromiso, tendencia a la impuntualidad e impulsividad desenfrenada, claro está.
— Ah, me halaga profesora Teresa—dijo Arthur forzando más su sonrisa, inclinando a un lado su cabeza sobre su mano, fingiendo estar apenado—. No merezco su hospitalidad.
Al lado izquierdo de la profesora, un joven llamado Luke cerró sus ojos color miel, le dio una sonrisa aprobatoria y asintió con su cabeza, moviendo su esponjoso cabello rojizo recogido en una coleta.
Arthur le devolvió la mirada. Alzó sus cejas con exasperación y apretó sus labios.
— ¡Tonterías! Es divertido tenerte como estudiante, ¡de lo más entretenido, en verdad! —le sonrió la profesora, con una curiosidad científica en sus ojos. Apoyó sus codos sobre la mesa, posando su rostro sobre sus manos entrecruzadas.
Arthur se sintió un insecto bajo el microscopio.
— Mh-hm—soltó Arthur, parpadeando un par de veces, desviando la mirada, todavía con su rostro sobre una de sus manos.
Luke se enderezó, respirando hondo, dándole ejemplo a Arthur. Luego movió sus ojos sin mover su cabeza, viendo a la profesora y de vuelta al otro joven, sugiriendo que dijera algo más.
Arthur se enderezó, bajando sus manos sobre sus pantorrillas.
— Amh, es usted muy amable profesora Teresa por venir a enseñarnos a mi y a Elena, considerando su renombre entre los naturalistas (6) —interpretó Arthur cortésmente.
La pequeña joven mencionada se sobresaltó un poco, abriendo sus pequeños ojitos, agitando su cabello castaño claro recogido en una coleta. Sonrió apenada, causando un rubor sobre sus blancas mejillas. Apretó con sus manitas la falda de su vestido de mucama.
El hombre mayor a su lado, Jorge (o George, como lo llamaban), posó su mano morena sobre la de Elena para reconfortar la, sonriendo tras su exuberante barba negra llena de canas y sus lentes rectangulares.
— ¡¿Y cómo no?! —se rió la profesora— ¡Son la familia Liberian después de todo, renombrados entre los Andes y más allá! Era imposible negarse a tal encanto, con todas las cosas que se dicen de ustedes.
—¿Y qué dicen? —preguntó Luke, frunciendo un poco el ceño, entre la curiosidad y la preocupación.
Elena, Arthur y George voltearon a ver a la profesora, cada uno con su propia mezcla de incomodidad o nerviosismo.
— Ah—la profesora aclaró su garganta, leyendo la habitación. De pronto parecía muy interesada en lustrar el mango de un tenedor con sus dedos—, claramente lo prometedores que son sus jóvenes —se decidió a tomar el cubierto y señalar con él a Elena y Arthur— . Han tenido un excelente desempeño, después de todo.
— G-Gracias, profesora Teresa —tartamudeó Elena, sonriendo, tensa ante su señalamiento.
George suspiró aliviado, sonriendo de nuevo.
Luke cerró sus ojos, suspiró y cruzó sus brazos.
Arthur seguía el cubierto con su mirada. Su sonrisa falsa había amainado un poco. Claro que debían decir cosas de ellos. Vivir en medio de un valle a kilómetros del pueblo más cercano, un caudal de dinero, y unos personajes tan variopintos debía causar un curioso efecto sobre la gente.
— En todo caso —continuó la profesora, dándole un giro al cubierto entre sus dedos—, espero haberles dado una buena introducción en el campo de la botánica y la zoología.
Arthur frunció el ceño un momento, antes de desaparecer tras su sonrisa falsa.
— Oh, ¡pero claro! —dijo Arthur con un poco de ironía en sus ojos— aún recuerdo con claridad sus emocionantes—enfatizó Arthur, haciendo un gesto de "¡Hurra!" con su mano— clases sobre esporas.
Luke miró a Arthur con reprobación.
—¡Oh! —rió la profesora, al parecer, no notando las intenciones de Arthur— ¡Las esporas! —suspiró ensoñadora, fijando su mirada en un punto lejano del techo, totalmente inescrutable para los presentes— ¿No les parece impresionante? ¡La reproducción de un ser sin la necesidad de otro a través de una estructura tan pequeña! Claro que, no sabemos lo suficiente de las esporas, todavía es un campo nuevo incluso en Europa, la mayoría de los estudiosos creen que debe tener algo que ver con los "agentes pequeños" que se supone podrían causar enfermedades de las plantas, sin embargo... —monologó la profesora continuando su lección, agitando el tenedor de un lado al otro para enfatizar o señalar cosas que al parecer, solo ella podía ver. Le vamos a ahorrar al lector sus delirios.
Arthur y Elena cruzaron miradas. Ella sonrió nerviosamente, tragando saliva. Arthur parecía disculparse con su mirada, su jugada nacida de la malicia solo le había disparado en el pie, hiriendo a Elena de paso. ¡¿Por qué de todas las cosas que podía decir había jugado con las esporas?! Ambos sabían que ahora la profesora no se detendría hasta haber recitado todo su conocimiento al respecto, como lo hacía una y otra vez durante sus lecciones, cada vez que tenía la oportunidad.
Arthur pasó una mano exasperada por su rostro, haciéndolo pasar por un gesto de sorpresa ante algún dato que acababa de lanzar la profesora. Luego, miró a las demás personas de la mesa.
Luke miraba con atención a la profesora, con sus ojos ligeramente entrecerrados, tratando de entender ciertos términos demasiado especializados. Nunca había oído nada al respecto.
George, por su parte, parecía querer tomar notas, lamentando no tener nada con que escribir en el momento. Sonreía de tanto en tanto ante cada nuevo "dato curioso" que soltaba la profesora. Estaban hablando de plantas y hongos después de todo, y él era el jardinero de la casa.
Arthur entendía el sentimiento, si bien la primera vez sí había sido interesante, la rutina la había hecho totalmente insoportable. No era el único profesor que hacía eso. El de historia tendía a repetir los hechos, no estaba seguro si por su edad olvidaba lo que había dicho (honestamente, Arthur creía que el hombre era la historia, no le sorprendería que la hubiera visto de primera mano), o si la historia estaba condenada a repetirse.
En ese momento, cruzó la puerta Olga (o Ray, como la llamaban) con su particular expresión severa, soplando un rebelde mechón gris que escapó de su cabello recogido en una cebolla fuera de sus ojos. Llevaba sobre sus brazos fornidos dos bandejas cubiertas con la cena.
— Buenas noches, señora Teresa—interrumpió la cocinera Ray a la mencionada— . Me temo que tendré que pedirle que deje de mover los cubiertos, para poder acomodar la cena.
— ¡Ah! ¡Mil disculpas! —rió nerviosa la profesora, dejando el tenedor en su puesto.
Elena se levantó apresuradamente, tomando los platos y posicionando los frente a cada uno de los presentes.
Arthur suspiró agradecido al dejar de oír el parloteo de Teresa. Ray le dedicó al joven una mirada penetrante, como si hubiera adivinado lo que pensaba. Él se encogió sobre sí mismo. Estaba seguro de que Elena pensaba lo mismo, pero se sentía un poco culpable ahora.
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