Todas las cosas mueren.
Y Arthur no era la excepción.
Se moría de aburrimiento, se moría de sentirse encerrado, se moría de frustración, pero, sobre todo, a Arthur le estaba costando respirar.
Corría, tratando de escapar a los últimos rayos de sol, antes de que el reloj tocara las 6 de la tarde, la hora en que cenaban en casa. Corría sabiendo perfectamente bien que pudo haber entrado antes, para no tener que forzar tanto sus piernas. Simplemente no había sido capaz de decirle adiós a su pequeño tiempo fuera, una vez más.
Al pasar sobre una colina, vio su casa, una residencia de tres pisos, de paredes ocre, teja rojiza, ventanales enormes cubiertos con elegantes pivotes de madera, balcones llenos de plantas y flores tropicales.
Saltó la valla de madera, cruzó entre los arbustos de la propiedad, pasó agachado bajo la ventana de la cocina y usando los balcones, escaló hasta la ventana de su habitación que convenientemente había dejado abierta.
Una vez dentro, le echó pestillo a la ventana, y escuchó su corazón agitado, mientras sus piernas se hundían sobre su suave cama.
Respiró hondo.
Oh. Su pecho dolía.
Suspiró y dejó caer su cabeza contra la ventana. El olor del cuarto... Que era normalmente imperceptible por la costumbre de años, de repente le atacó: un ambiente clínico de ungüentos, inhalaciones, y su propio aroma "Arthuresco", entre el azúcar, la tinta y... Tosió un poco, liberando ligeramente la presión en su pecho. Sí, ese olor.
Trató de respirar. Cada inhalación generaba un dolor que punzaba en sus costados. Por suerte, en las exhalaciones lograba descansar. Pensó en sus estúpidos pulmones, se suponía que solo para eso fueron diseñados.
Tragó saliva.
Se encogió ligeramente sobre sí mismo, posando su cabeza sobre sus piernas, abrazado la con sus brazos. No había hecho tanto esfuerzo. Había tenido cuidado. No podía arriesgarse a que notaran su ausencia, ¿Qué más podía hacer que correr? Usualmente no generaba esta reacción. Apretó su mano contra su ruana (1), sus dedos se posaron sobre un collar de piedra rosa, con filigranas en formas de planta. Iba a estar bien, mantener la calma era prioridad. Cerró sus ojos. Solo necesitaba recostarse un momento.
—Arthur, ¿Estás aquí?
Ah.
Tomó aire lentamente.
—S-Sí, ya voy.
Arthur se arrastró sobre las sábanas y se sentó en el borde de la cama. Se quitó la ruana teniendo cuidado de no estirarse demasiado y la guardó en un cajón. Procuró arreglarse, al pasar una mano entre su enmarañado cabello; luego se levantó, apretó un poco su vientre para aguantar ligeramente la respiración, y abrió la puerta.
—Luuuuke —dijo Arthur, en un tono cantarín, sonriendo, al ver al mayordomo.
—Arthur —Luke suspiró, con un cansado ceño fruncido—, dime por favor que no olvidaste la visita del profesor de historia hoy.
— ¿Yo? ¿Olvidar? Claro que no —Arthu rió entre dientes, manteniendo la puerta entrecerrada para usar la como soporte.
Luke miró los zapatos de Arthur.
— Vas a tener que cambiarte.
Arthur siguió su mirada, encontrándo tierra en sus puntas. Miró hacia atrás. Y desafortunadamente en el suelo de madera y la cama también.
— Ah.
— No te angusties —suspiró el mayordomo—, yo me encargo del cuarto. No sería la primera vez.
Arthur se quedó un momento pasmado. Apretando con fuerza el pestillo de la puerta. Sus piernas se sentían ligeras de repente.
— ¿... Me has... Estado cubriendo?
— Por unas semanas —le respondió Luke con sencillez, cruzándose de brazos, cerrando sus ojos— . Luego tendremos que hablar al respecto, ahora, solo concéntrate en estar listo para la cena.
— Está bien... —vaciló el más joven, mordiendo su labio inferior.
Cuando estaba por entrar, un dolor agudo se apuñaló en el centro de su pecho, el frío recorrió su espalda, y su boca se secó por completo. Sintió un nudo en su garganta, y el aire no lograba entrar. Posó sus manos sobre su boca cuando empezó a toser, una y otra y otra vez, y cuando rodó sobre su espalda, logró ver sangre entre sus propios dedos.
Escuchó a alguien gritar. Sintió unas manos bajo su cabeza. Alguien lo cargaba. Algo frío sobre su frente. Escuchó voces.
Se sentía tan cansado, su cuerpo tan pesado, que solo se dejó mover, y se quedó dormido.
En medio de la oscuridad, empezaron a aparecer pequeños orbes de color azul brillante. Se sintió ligero, casi incorpóreo, y las luces llenaron el espacio.
Frente a sí mismo, apareció un hombre, con el cabello oscuro alborotado, una nariz griega, y una barba corta con bigote, formando un candado, envuelto en luz azúl. Llevaba un gabán, y sobre sus hombreras, había un símbolo, un tipo de flor. Por alguna razón, no podía distinguir sus ojos, borrosos y a la vez, informes.
Se le hacía... Familiar. Algo en su rostro... Sentía que estaba tratando de alcanzar una memoria demasiado antigua y difusa como para lograr recordar.
— Arthur —pronunció la voz resonando con un eco, en una mezcla entre la sensación de oírlo enfrente y dentro suyo, en su cabeza y su pecho—, respira. Todo va a estar bien —lo consoló con voz pausada.
Arthur casi podía sentir sus manos sobre sus hombros.
— ¿Q-Quién... ?
— Shhh, guarda fuerzas —le aconsejó el hombre, antes de desvanecerse en luz.
Arthur sintió que se le hacía un nudo en el pecho. No era el mismo tipo de dolor que había sentido antes... Era... Triste. Sus manos temblaron. Extendió su forma abstracta tratando de alcanzar al hombre de nuevo.
Algo sonó tras de sí.
Un susurro.
No. No sólo uno.
El sonido empezó a aumentar, pasando a sentirse como una multitud que hablaba entre sí, similar a la sensación de ir por la calle en un día ajetreado, con miles de conversaciones pasando al mismo tiempo.
Aguzó su oído y logró captar algunas palabras.
— Está aquí. Está aquí. Estoy aquí. Somos... Soy. Vamos. Ven —pronunciaron voces femeninas y masculinas.
Las luces se empezaron a mover, y Arthur se sintió ligeramente mareado.
— Es por aquí. Por aquí. Anda. Ven. Vamos.
Pasaron con gran velocidad por unas escaleras, un pasillo y a través de una puerta de madera. Hubo una pausa. Estaban en un estudio pequeño, casi a oscuras, por la ventana abierta entraba una ligera estela de luz del alba, y la brisa movía las finas cortinas blancas. Bajo ella, contra la pared, había una mesa; a su derecha, se elevaba un librero cubierto de diversos volúmenes; al otro lado, había una cajonera, y una persona que tenía apoyados sus codos sobre él, con su cabeza enterrada entre sus manos. Su delgada silueta se distinguía apenas.
Se dio la vuelta y tomó una gran bocanada de aire. Sacó de su bolsillo un objeto pequeño. Volvió, abrió un cajón y lo guardó dentro.
Desapareció.
Del cajón empezó a salir una estela de luz, creando figuras flotantes en el aire, como si fuera una aurora boreal.
— ¡Ahí está! — gritaron las voces al unísono —¡Búscalo! ¡Búscalo! ¡Allí!
Arthur se sintió envuelto por la estela de luz, y quedó cegado por completo.
Cuando volvió a abrir sus ojos, se encontró con una cálida luz tenue y el techo de una habitación. Parpadeó un par de veces, sintiendo como sus sentidos volvían, junto con la sensación de tener un cuerpo, que oh, desearía no sentir, estaba mareado, sus piernas pesadas, y su cabeza adolorida. Cerró con fuerza sus ojos. Palpó las sábanas sobre su pecho, y un colchón, un tanto más grande que el suyo. Muy bien, esto ya no era un sueño... Miró sus alrededores.
Había una vela a medio consumir sobre un farol en una pequeña mesa de noche, junto con sus lentes, un plato con agua y un termómetro.
Suspiró un quejido. Una vela a media consumir... Le recordaba a sí mismo.
—¡Arthur! —Llamó Luke apareciendo en un instante a su lado, tomando su mano con fuerza, había lanzado un libro que estaba leyendo en un sillón a los pies de la cama — ¡gracias al cielo...! ¿Cómo te sientes?
— Umh... Pateado —respondió Arthur, todavía demasiado adormilado como para pensar algo más ingenioso.
—Eso es comprensible —Luke rió un poco, sin soltar su mano todavía, con sus hombros tensos— . Nos diste un buen susto, amigo mío.
— ¿Qué... Pasó? —cuestionó Arthur, tocando la compresa que se escurría por su frente.
— Un ataque. Tu fiebre era muy alta... Hablabas en sueños, parecía que delirabas. Te movimos a la habitación de Gregory para evitar inconvenientes.
Es verdad, había soñado cosas muy raras. Casi podía reconocer ese estudio del sueño, se parecía mucho al pequeño del segundo piso. ¡Espera! ¡Sí era...!
Arthur trató de sentarse, agitado.
— ¡Oh, no no no! —exclamó Luke empujándolo suavemente de los hombros de vuelta a la cama— ¡No estarás pensando levantarte! Necesitas descansar.
— P-Pero...
— ¡Sin peros! ¡Arthur, esto es grave! Por favor, sólo, hazme caso. Ya no... No debes salir más.
Arthur abrió su boca para protestar — ¡No podían mantenerlo encerrado toda su vida! Necesitaba vivir. No podían esperar que siguiera con esa monotonía. Pero... No dijo nada. La manera en que los ojos de Luke se veían al borde de las lágrimas, con sus nuevas ojeras, y el ceño fruncido, lo detuvo.
— Mira... Cuando te pongas mejor hablaremos al respecto —le propuso Luke— . Podemos buscar alguna manera de que des algunos paseos por el jardín con algún acompañante, tal vez un poco más lejos. ¿Está bien?
Arthur sintió que perdía una parte de sí mismo. Ya no tenía a quien creyó era su aliado para reclamar sus salidas. La enfermedad le quitaba poco a poco cada vez más cosas: su tranquilidad, su juventud, una vida sin dolor y su libertad. ¿Cuánto más tendría que ceder?
Apenas asintió con la cabeza, resignado.
Luke suspiró, entre el cansancio y el alivio.
— Eso es —continuó el mayordomo— . Voy a avisar a los demás que estás mejor. Trata de dormir, todavía es de madrugada.
Sin más, Luke se retiró de la habitación, tratando de lanzarle una sonrisa a Arthur al salir, como manera de reconfortarlo.
Arthur se quedó viendo el techo. Apretó sus labios en una línea delgada, y frunció el ceño. ¡Pff! ¡Increíble! ¿Se supone que debía volver a dormir después de horas de estar recostado? Ni hablar, no. Puede ser que no se sintiera bien, pero su mente era mucho más ágil que su cuerpo, y en este momento, lo único en lo que podía pensar, era en el cosquilleo en el fondo de su mente, que quería saber qué podía haber sido ese sueño y un deseo inigualable de moverse.
Se sentó en la cama, lanzó la compresa al plato, agarró el farol y caminó sigilosamente hacia la puerta. La chimenea del salón de invitados estaba encendida. Pasó frente a ella, observando lo poco que se alcanzaba a vislumbrar en la oscuridad del enorme retrato al óleo de Gregory y él, colgado, que había sido encargado cuando tan solo era un chiquillo. Su hermano mayor verdaderamente le hacía honor a su cargo de patrón de la casa Liberian, incluso en su juventud, tenía un aire imponente en su postura.
Agitó su cabeza para concentrarse en la tarea que tenía entre manos, y siguió la misma ruta del sueño, escaleras arriba, por el pasillo, y a través de la puerta de madera.
Ahí estaba el mismo estudio. Incluso conservaba la luz del alba, que se colaba por la ventana. Lo único que lo diferenciaba, era el olor a polvo y desuso que lo invadía.
Arthur entró, posando el farol sobre la cajonera.
Se quedó contemplando un momento la pieza de madera, preguntándose quién era el que se contrariaba sobre ella en su sueño. Acercó la mano al cajón, y lo abrió. Empezó a sacar su contenido: cuadernos y papeles. Leyó algunos con curiosidad, esperando encontrar respuestas, pero pronto se vio decepcionado, pues lo único que encontró fueron viejas cuentas y contratos de los negocios de comercio de la familia.
¡Que tonto había sido! ¿Qué cosa esperaba encontrar? Había sido solo un sueño, no había nada a que ponerle importancia más que a lo creativa que era su mente febril. Le dio un golpe de rabia a la cajonera.
— No haría eso si fuera tú —dijo una voz tras de sí.
Arthur se dio la vuelta, aterrado. No había nadie. La puerta estaba cerrada. Su corazón latía con fuerza y su boca se secó.
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