El otro día, por la tarde, paseaba con mi perro por la Plaza de España y oí una melodía. Provenía de un violín que había a mi lado. La escuché atentamente y, cuando las lágrimas estaban a punto de brotar de mis ojos, se me ocurrió mirar en derredor. Nadie más la escuchaba, nadie más lloraba. No lo podía entender. Miré otra vez al músico. Él me entendía.
No había compasión ni comprensión en el aire, sólo indiferencia. Le di unas monedas que tenía en el bolsillo y me lo agradeció. Poco después, volví a pasar por delante del violinista. Escuchar su música me relajaba y me hacía sentir un torrente de emociones.
Le pregunté porqué su melodía sonaba tan triste y me respondió que era algo personal. Pero me dijo que se alegraba de que alguien le entendiera mediante la música, aunque sólo fuera una persona. Mientras volvía a casa, reflexioné sobre esta experiencia.
Nota de la autora: Esta historia no es real, me la inventé para un concurso de literatura juvenil en catalán (sí, muchas de las historias que comparto aquí necesitan traducción). Pero suele suceder en la vida real. Hay muchos músicos callejeros en mi ciudad, unos contando su historia mediante la música al resto de transeúntes, otros sólo tocan para ganar dinero.
Imaginad una plaza llena de luces de navidad, llena de gente en una tarde con el sol poniéndose y el cielo anaranjado con trazas de azul oscuro. Una luna llena grandiosa en el centro del cielo, rodeándose de unas pocas estrellas que empiezan a salir. Ahora que tenéis un contexto, volved a leerlo. ¿Notáis la diferencia? ¿Hay mucha diferencia de como lo habéis sentido la primera vez a la segunda vez?
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