Su primer destino serían las cocinas. Ahí tomó provisiones para varios días. El desierto podía ser implacable debido a sus condiciones climáticas y a su escasez de alimentos, pero Alessa conocía la ubicación de los oasis de la región. En ellos abundaba el agua y los animales para cazar, así como plantas comestibles y medicinales. A caballo tardaría unos días en recorrer el desierto, pero en Ferus o Pluvio abundaban los recursos de los que carecía Auras. Luego, se dirigió a la armería. Se pasó algunos minutos contemplando cada arma expuesta, hasta que se decidió por tomar su arco preferido y un carcaj lleno de flechas que enganchó a su cadera. No obstante, tenía un grave problema: en aquella ala del palacio no había más armas que arcos o espadas de madera. Alessa estaba completamente segura de que la arquería no le bastaba para su viaje. Necesitaba una espada, el arma más usada por los soldados de Auras. Las espadas de acero están guardadas en el Palacio Gris. Decidido ya su próximo destino, la joven atravesó los pasillos como una exhalación. No quería desviar la vista, pues las memorias vinculadas a ese lugar aminorarían sus pasos. Finalmente, llegó ante el maravilloso pórtico que la separaba del exterior. Sin más demora, salió. No tuvo valor para volver la vista atrás.
Nada más salir, sintió que una gota caía en su hombro. Alessa alzó la vista al instante y contempló que el cielo se oscurecía aún más. La arena se volverá barro por culpa de la lluvia y me dificultará la travesía. Se puso su nueva capa y corrió hacia la derecha, sorteando algún que otro arbusto mustio o planta desértica. Cuando estuvo frente al enorme pórtico labrado en ébano que cercaba el palacio de Helios, sonrió. Empujó durante unos instantes y la pesada puerta cedió. Helios dejaba abierta la entrada para su única hija. De todas formas, ninguna otra persona se atrevería a entrar.
Alessa contempló con respeto el largo y oscuro pasillo que se extendía ante sus ojos. Sabía de primera mano que aquel lugar era laberíntico. Trató de recordar la ubicación de la armería, pero hacía años que no entraba. Cada vez que vengo, me pierdo. Comenzó su avance y se dedicó a observarlo todo como entretenimiento. Las galerías se le antojaban infinitas y tan silenciosas que en cuanto escuchaba algún ruido, se asustaba. Las paredes eran de mármol gris y los suelos presentaban intrincados geométricos monocromos. Además, le devolvían su propio reflejo. La decoración brillaba por su ausencia, por supuesto. Había algún que otro cuadro pintado por Helios, pero nada más. Alessa recordó que cuando era pequeña, solía comparar el palacio con una de las múltiples habitaciones que su padre había destinado para la pintura, un almacén de lienzos en blanco. Un mundo pálido, vacío y desprovisto de cualquier sentimiento. Muy adecuado para su inquilino.
Deambuló durante un buen rato, pero no encontró la huidiza armería. Sin embargo, se topó con algo mucho más interesante: la habitación de Helios. Alessa se detuvo ante una enorme puerta de plata refulgente que presentaba relieves con formas abstractas. Alzó su diestra hacia el picaporte —que tenía forma de flor— pero al rozarlo, apartó la mano con una velocidad inigualable. Retrocedió y miró a su alrededor con miedo, como si miles de rostros la estuviesen observando desde cada rincón en penumbra. Tenía la sensación de estar traicionando la privacidad de su padre. ¿Cómo reaccionaría Helios al verla entrar furtivamente en sus aposentos, como una vulgar ladrona? Seguramente estaría tan enojado que no tendría palabras para expresarse y se limitaría a observarla con aquella expresión que tanto la aterrorizaba.
Los segundos se sucedieron en silencio y Alessa no escuchó nada más que el latido de su propio corazón. Helios está en esa batalla, no va a aparecer. Tomó aire y se reprendió a sí misma por su actuación. Jamás podría escapar si seguía temiendo a su padre de aquella forma tan irracional. Tal vez encuentre algo interesante en su dormitorio. Sentía una tremenda curiosidad por ver cómo eran los aposentos de su padre. La joven tragó saliva, empujó la puerta y entró, antes de que pudiese arrepentirse.
El primer pensamiento que cruzó la mente de Alessa al entrar fue que aquella habitación era la firma personal de Helios. Era un dormitorio espacioso, pero sorprendentemente vacío. Las paredes estaban pintadas con celosías negras, blancas y grises. Formaban curiosos mosaicos de geometrías imposibles. Aunque, para su desconcierto, la mayor parte de la pared estaba cubierta por cientos de papeles que ondeaban a la más mínima brisa. Alessa se acercó a uno de ellos y comprendió que todos eran dibujos. Desde retratos de desconocidos hasta paisajes que Alessa jamás había visto. Es como pasearse por la mente de Helios.
De repente, una ráfaga de viento entró por la única ventana de la estancia —era enorme, cubría casi una pared entera—. El aire azotó los dibujos, que afortunadamente se quedaron en sus respectivos sitios. Excepto uno, que fue arrancado de la pared y descendió lentamente hasta posarse en el suelo. Alessa avanzó hasta él, lo recogió y lo observó por pura curiosidad.
Era el retrato de dos jóvenes muy apuestos, de cabellera oscura y desordenada. Sus rostros eran iguales, pero había una serie de diferencias aparentemente imperceptibles. Uno de ellos parecía más alegre que el otro, el brillo de los ojos y algunos mechones eran distintos. Son gemelos. Los dos estaban abrazados, sonriendo tras el fino papel viejo. Hay una anotación en la esquina. Alessa llegó a distinguir varias palabras: «Los príncipes de Auras: Magnus y yo».
Devolvió el dibujo a su sitio y caminó hacia el escritorio de Helios. Al lado había una cama con dosel, un baúl negro y un armario enorme. El escritorio estaba totalmente vacío, por lo que Alessa dirigió su atención al baúl. Se acercó a él y levantó su pesada tapa remachada y polvorienta, hasta vislumbrar lo que había en su interior. Su contenido la decepcionó enormemente.
El baúl estaba lleno de documentos y papeles desordenados. Eso contrastaba con la personalidad de Helios, cuyo dogma era la pulcritud y el orden. Observó sin demasiado interés algunos de los papeles, aunque no veía nada interesante, solo datos de contabilidad y cartas cifradas que Alessa no consiguió entender. Iba a cerrar la tapa, pero advirtió un brillo dorado que provenía de las profundidades del cofre. Introdujo su diestra y buscó entre los papeles hasta que tanteó algo completamente sólido. Lo sacó del baúl y vio que se trataba de una espada introducida en una lujosa vaina de cuero con remaches de oro en forma de filigranas, formaban espirales y heráldicas de Céfiros. Además, de ella pendían cintas y correas que servían para atarla a la cadera. En el centro, había un símbolo que Alessa creía haber visto antes. Parecía una flor, aunque no estaba segura. Trató de recordar, pero por muchas veces que lo intentó no consiguió ubicarla. Tal vez solo era fruto de su imaginación.
Con un rápido movimiento, sacó la espada de su vaina. Tenía una hermosa empuñadura teñida de azul y dorado, su extremo poseía una joya circular que arrojaba reflejos. La hoja era del más caro acero, estaba tan afilada que de haberla tocado, se habría herido al instante. Además, tenía zafiros incrustados a lo largo. Alessa balanceó la espada y lanzó una rápida estocada al aire, comprobando así que era muy ligera. Por último, advirtió que una fina cadena pendía de la empuñadura, en su extremo tenía una joya en forma de lágrima. Si se observaba con mayor detenimiento, podía apreciarse que esta prisión de cristal contenía en su interior el minúsculo pétalo de una flor dorada. ¿De quién será esta espada? Sabía perfectamente cuál era el arma de su padre y esa no era la suya.
La introdujo de nuevo en su vaina y la observó durante unos instantes. Quizás fue el trofeo de alguna batalla. Tenía mucho polvo, así que no la ha usado en mucho tiempo. Alessa se encogió de hombros y ató las cintas de la vaina a su cadera. No creo que le importe que me la lleve.
—Ya estoy preparada —se dijo—, es hora de irse.
Avanzó hasta la puerta, pero a medida que el sonido de sus botas pisando el suelo de mármol resonaba, su marcha se aminoró hasta detenerse. Algo remordía su conciencia y Alessa sabía a la perfección qué era. El abrazo de Helios y sus palabras antes de desaparecer la noche anterior se habían quedado grabados en su memoria. La joven sentía emociones duales contra su padre, aunque la mayoría de veces el péndulo oscilaba hacia el odio y el miedo. No obstante, no podía marcharse sin despedirse. Si me fugase así, él podría pensar que algún asesino ha dado conmigo o que me han secuestrado.De repente, rompió a carcajadas. Era una risa amarga, pues sabía que Helios jamás se preocuparía tanto por ella.
Tomó aire y descolgó su zurrón de los hombros. Buscó en su interior y sacó su cuaderno, del que arrancó una única hoja. Luego lo devolvió a su anterior ubicación y sacó un fino trozo de grafito. Qué pena que no tenga tinta a mano. Caminó hacia el escritorio y comenzó a escribir con la letra más legible y elegante que tenía.
Cuando hubo terminado, dejó la hoja encima del escritorio y le echó un último vistazo. Asintió para sí misma y se marchó de la habitación. Las palabras que había escogió aún taladraban su cabeza: «Padre, he decidido marcharme de Tempestad por un tiempo. No te preocupes, volveré. Quiero irme de Auras, ver mundo y entablar amistad con alguien. Quizás viaje a Ferus o a Pluvio. No he tenido tiempo para pensarlo bien». Los puños de Alessa tensaron al notar cómo las lágrimas inundaban sus ojos. «No sé cómo interpretarás mi partida, tal vez creas que se trata de un acto de traición. Esto no significa que haya perdido mi lealtad hacia Dunas Rojas, sigue tan escasa como siempre. Lo único que me pesa es abandonarte, tú eres lo único que me ha hecho permanecer aquí todos estos años. Quién sabe, como padre o como carcelero. Cuando regrese, estaré dispuesta a ser juzgada en relación a mis actos. No me importaría ser castigada o ejecutada, si así lo crees conveniente».Alessa se vio obligada a detenerse. En realidad no sabía por qué lloraba. ¿Acaso no estaba cumpliendo su más ansiado sueño? «Me encantaría decirte más cosas, pero mi tiempo se acaba. Si no escapo ahora, temo que me apresarás por el resto de mis días. Y no podría permitirlo, no soporto esta vida». Alessa alzó la vista al techo —en un vano intento de frenar su llanto—, pero siguió llorando desconsoladamente. Quizá seguía siendo la misma niña inocente que creía haber dejado atrás. «Ojalá algún día puedas perdonarme, Helios. Te quiero».
Cerró los ojos, suspiró profundamente y trató de tranquilizarse con cualquier pensamiento trivial. Siguió avanzando hasta el pórtico que la observaba desde el extremo del pasillo. Alessa no comprendía el porqué de su llanto. Debería sentir nervios, emoción y alegría. Por fin iba a ser libre.
Al salir del palacio, la lluvia le dio la bienvenida con su frío abrazo. Esto sirvió para borrar cualquier pensamiento que atorase su mente ya de por sí confusa. Avanzó con lentitud hasta el muro que separaba la ciudad del palacio, pero no pudo seguir caminando. Sus piernas temblaban, quién sabe si por frío o conmoción emocional. Se apoyó en las resbaladizas rocas que formaban el muro y contempló el cielo, tan gris como su propia vida. Quizás estoy precipitándome, se dijo. Helios podría interpretar esto como una insubordinación y puede intentar ejecutarme.La pena consumió su semblante mojado. Debería regresar al palacio. Estuvo a punto de volver sobre sus pasos, pero volvió a detenerse. A su mente acudieron diversos recuerdos que habría deseado enterrar. He pasado diecinueve años de soledad y no quiero volver a vivir ni uno más. Apretó sus puños con frustración y corrió, atravesando la salida a la ciudad y hundiendo sus botas en el barro grisáceo.
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