—Entonces considera esto un pequeño regalo —repuso.
El mercader le tendió el zurrón con una leve sonrisa. No obstante, ella no lo aceptó. Se limitó a contemplar la escena con desconcierto, pues no estaba acostumbrada a recibir regalos.
—No puedo aceptarlo —dijo con un hilo de voz—, preferiría pagar.
—No lo consentiré. Por favor, quédatela.
Como la discusión se extendió por un rato más, Alessa terminó por aceptar. No puedo pasarme la tarde regateando. Con una sonrisa marchita por la derrota, Alessa tomó el zurrón. El tacto del cuero negro le resultaba reconfortante.
—Se lo agradezco, señor. Es usted muy amable.
Tras colgárselo al hombro izquierdo, se despidió del mercader y salió del puesto. Alessa paseó por la ciudad por espacio de varias horas: visitó algunas tiendas, una posada… Su último destino fue el núcleo de la ciudad, el lago de Crono. Tenía una amplia extensión y en pleno centro, se erigía una plataforma de tierra y piedra —a modo de islote—, en la que crecía un árbol vigoroso. Se decía que había sido un regalo del rey de Aesel como señal de buenas relaciones con el bando de Dunas Rojas y con el propio Helios. Como prueba de ello, a la sombra de este árbol se guarecía un pequeño pedestal de piedra con el símbolo de Aesel inscrito: un escudo envuelto en una flor espinosa.
Ese mismo lugar formaba parte de los tantísimos misterios que poblaban Auras. ¿Cómo era posible que en un páramo grisáceo de arena y lluvia pudiese crecer aquel árbol tan verde y las plantas de su alrededor? Alessa no era capaz de responder a tal duda, pero esto la empujaba a apreciar aún más su valor. Con un suspiro, tomó asiento en la orilla del lago y jugueteó con la arena de su alrededor. Se deslizaba entre sus dedos con tanta velocidad que no tenía tiempo para apreciar su tacto. Luego, contempló el agua en silencio. Le gustaba ver cómo caían las hojas de la copa del árbol y conducidas por el viento, iban a parar al lago y flotaban por su superficie como barcos hasta encallar en la orilla, muchas veces justo a los pies de Alessa. Desde pequeña tuvo la costumbre de imaginarse que veía surcar en el agua a las embarcaciones de los navegantes de Pluvio, los astilleros más habilidosos de todo Céfiros —así se lo había explicado Helios—. Cuando cerraba los ojos, se imaginaba los canales de Pluvio hundidos en una neblina espesa, tal y como habían sido retratados por su padre en numerosos cuadros del palacio.
El tiempo se sucedió en silencio y Alessa siguió en la misma posición. Cuando las luces del crepúsculo se reflejaron en las aguas transparentes, se limitó a sonreír. Tuvo la sensación de que aquel momento quedaría grabado para siempre en su memoria. Tal vez algo estaba a punto de cambiar. Desafortunadamente, no había tiempo para perderse en su imaginación pues era hora de regresar al palacio. No creo que Helios haya advertido mi ausencia, pero no quiero arriesgarme. Se levantó con un suspiro y se marchó sin volver la vista atrás.
Al cabo de un rato, Alessa llegó a su hogar y se dirigió a su dormitorio. El silencio que reinaba en los pasillos ya le resultaba familiar. Al entrar, dejó su nueva bolsa sobre la cama y se cambió a una vestimenta más cómoda. Tras cenar, regresó a su habitación y se sentó ante el escritorio. Tomó aire y alzó ante sus ojos una única hoja de papel. En ella permanecía impasible el rostro de un hombre con una leve sonrisa. Alessa no sabía quién era, pero tenía la sensación de haberlo visto antes. Quizás era una de esos recuerdos que se creen dormidos hasta el momento justo. Ignoró estas tribulaciones y sacó de un cajón un trozo de grafito refinado. Con una lejana melodía revoloteando en su cabeza, comenzó a esbozar trazos suaves para continuar su retrato.
Pasaron varias horas hasta que Alessa divisó a la luna brillar en el firmamento nocturno. Dibujaba y tarareaba a la vez, pero enmudeció al instante y alzó la vista. Alguien había llamado a la puerta con suavidad. Los golpes resultaban casi imperceptibles, pero la joven podía jactarse de tener un oído excelente. Se levantó de su asiento y caminó con vacilación hasta estar frente a la puerta. Jamás recibía visitas, de ahí su recelo inicial. Cuando la abrió se sintió intimidada al ver la larga silueta de su padre, que la observaba con sus ojos de pedernal desde el umbral en penumbra. Helios estaba engalanado con un lujoso uniforme militar monocromo, así que su hija intuyó que estaba a punto de entrar en una asamblea de guerra. ¿Por qué ha venido justo ahora? Una fría resolución le arrebató la respiración. Tal vez tenía conocimiento de su desobediencia y había venido a castigarla. No obstante, Alessa desechó tal idea con rapidez. Ningún soldado me vio. Ha debido de venir por otro motivo.
—Alessa, ¿puedo entrar?
—Por supuesto —repuso.
La joven se deslizó a un lado para franquearle el paso. No se atrevió ni a mirarlo directamente, por temor a que leyese la verdad en su mirada. Mientras, Helios entró en la estancia y la inspeccionó sin un ápice de emoción en sus ojos. Al ver que el orden reinaba en cada rincón, se dio la vuelta y observó a su hija con mirada inquisitiva. Sus emociones eran un libro abierto para él.
—¿Ocurre algo?
—Estoy… sorprendida, padre —en realidad no estaba segura de sentirse así—. No esperaba verte aquí a estas horas. Creí que tendrías una reunión.
—No te equivocas, la asamblea dará comienzo en unos minutos. Pero antes de ir, quería darte esto.
Tras decir estas palabras, Helios sacó del bolsillo de su chaqueta una pequeña caja negra decorada con filigranas doradas. Estas la rodeaban y luego se unían en el centro, formando el bello dibujo de una minúscula flor. Con la misma expresión impasible, tomó la diestra de su hija y colocó el regalo entre sus finos dedos, cerrándolos en torno a la caja. Alessa reprimió un escalofrío, pues la piel de su padre era fría como el hielo. Vaya, esto sí que no me lo esperaba. Helios tomó aire, como si se estuviese preparando para las palabras que estaba a punto de decir.
—Perteneció a tu madre, así que cuídalo bien.
Una leve sonrisa se dibujó en sus labios y sin previo aviso, soltó la mano de su hija y la estrechó entre sus brazos. Imposible. Alessa, sumida en una mezcla de desconcierto y emoción, alzó sus brazos trémulos y correspondió el abrazo de su padre. Cerró los ojos y sonrió inconscientemente. Hace nueve años que no nos abrazábamos.
Tras un breve instante, Helios se apartó de ella y se dirigió a la puerta en completo silencio, como si no hubiese ocurrido nada. Alessa se quedó inmóvil, pero su expresión se transformó en cuanto su padre se detuvo en el umbral. Pareció titubear al susurrar:
—Puede que no te lo diga muy a menudo, pero… Te quiero, hija mía.
Luego, Helios desapareció en la oscuridad de los corredores. Alessa se dejó caer en su cama y reflexionó por escasos segundos que se le antojaron como una eternidad. Jamás me había dicho algo semejante. Su desconfianza se incrementó, así como su impaciencia. Quizás se trata de una distracción. Alzó la vista al escuchar un lejano ruido que identificó como el pórtico del palacio cerrándose. Abandonó la caja sobre su cama y trató de continuar el dibujo, no estaba de humor para abrir regalos. No obstante, aún seguía tan abrumada por lo ocurrido que no conseguía acertar con el trazo correcto. Horas después, estaba tan cansada que se quedó dormida sobre el escritorio.
De repente, Alessa despertó y alzó su cabeza con rapidez hasta quedar completamente erguida sobre la silla. Este acto reflejo tuvo como consecuencia un fuerte dolor en el cuello, que le arrebató la respiración. ¿Qué me pasa? Tras unos instantes, concluyó que se lo tenía merecido. Ese era el castigo por quedarse dormida mientras dibujaba. Se reprendió a sí misma, pero su propia severidad acabó por esfumarse. No pudo evitar reírse por su descuido. Cuando se levantó de su asiento, se quedó inmóvil al notar que una capa resbalaba por sus hombros hasta caer al suelo. Alessa la recogió y un breve vistazo le bastó para concluir que no le pertenecía a ella ni a su padre. La inspeccionó con esmero y vio que era negra y aterciopelada, su tacto muy suave. Desprendía un aroma fresco y además, se ataba al cuello mediante dos pequeñas medallas de plata que debían unirse. Presentaban símbolos extraños en relieve, pero el paso del tiempo los había deteriorado. Alessa acertó a distinguir el grabado de una espada con la hoja quebrada.
No obstante, un ruido del exterior la despertó de sus tribulaciones. Alessa se enderezó y miró a su alrededor, borrando de sí misma cualquier rastro de cansancio. Segundos después, ubicó la procedencia de lo que parecía ser un murmullo continuo fuera de la ventana. Haciendo gala de su agilidad abandonó la capa, avanzó hasta la ventana, saltó y aterrizó de pie en el alféizar. La oscuridad lo devoraba todo, incluso el jardín de palmeras y arbustos del que provenía el ruido, que cesó en cuanto ella apareció. Tal vez me lo he imaginado. Alessa se frotó los ojos con el dorso de la mano izquierda y regresó a su dormitorio. El murmullo continuó, pero se limitó a encogerse de hombros y se tumbó en su cama. En cuanto cerró los ojos cayó profundamente dormida.
Horas después, la luz diurna alumbró por completo el dormitorio de Alessa, obligándola a interrumpir su merecido descanso. Se levantó de la cama y llevó a cabo la rutina de cada mañana. Al terminar de desayunar salió al pasillo, pero cuando estuvo a punto de dirigirse a la sala de entrenamientos, se detuvo. Un extraño presentimiento la dominó por completo. Un viento desagradable sacudía los postigos en el exterior. Siempre me encuentro con Helios aquí y él es muy puntual. Jamás faltaría a mi entrenamiento sin avisarme antes. Esto hizo que recordase lo ocurrido anoche con su padre. Tal y como pensé, algo está a punto de ocurrir. Regresó a su dormitorio movida por el instinto.
Al entrar, Alessa se dirigió de inmediato a la ventana. Al atisbar fuera, un fuerte viento azotó sus cabellos castaños. El cielo se había tornado grisáceo y nublado, amenazaba con descargar una fuerte tormenta. Tal vez me esté esperando en la sala de entrenamiento. Volvió sobre sus pasos, pero se detuvo al reparar en el regalo de su padre, que aún seguía sobre la cama. Lo había olvidado.
Abrió la caja y echó un vistazo a su interior. En un fondo de terciopelo carmesí había un colgante del que prendía una extraña joya labrada en plata y ónice. Así que esto perteneció a mi madre. Dejó escapar un suspiro y siguió contemplando aquel objeto, que se le antojaba tan desconocido como la mujer a la que había pertenecido. No sabía cuál era su nombre y menos aún cuál era su aspecto. Jamás había sentido el suficiente coraje como para preguntárselo a su padre. Antes de que pudiese tocarlo, alzó la vista. Movida por otro presentimiento, se precipitó sobre la ventana y se asomó, descubriendo algo que no habría previsto ni en sus sueños.
Siguiendo el distrito principal de Dunas Rojas —una larga vía ahora vacía, de vez en cuando interrumpida por alguna que otra plaza—, podía verse que en el inicio de Tempestad había apostada una enorme multitud. Pero lo más alarmante era que desde el desierto parecía llegar otra gran concentración de gente, más o menos del mismo número que la primera. Alessa comprendió al instante que los ejércitos de Dunas Rojas y Arenas Negras iban a enfrentarse en una batalla inminente. Helios quiso recluirme en palacio para que no participase, para que ni siquiera advirtiese que había una batalla. ¿Por qué? Alessa reflexionaba velozmente para llegar a una conclusión lógica. En otras batallas, el propio Helios me recluyó, pero no me ocultó lo que iba a suceder. ¿Por qué ahora así, qué tiene de especial esta batalla?
Apoyándose contra la pared, Alessa concluyó que no tenía ninguna respuesta. No entendía nada. Dejó vagar sus ojos más allá de la ventana, y al toparse con el desierto sin fin, una idea tomó protagonismo en su cabeza. Y si... ¿Escapase? Nadie podría verme, no se darían cuenta hasta que la batalla termine. Tendría suficiente tiempo para fugarme. Alessa esbozó una leve sonrisa de satisfacción. ¡Podría marcharme de Tempestad! Cualquiera podría decir que esta idea era un capricho fugaz, pero Alessa se jactaba de ser muy sensata. Solo quería irse por un tiempo para viajar y conocer nuevos lugares, hacer amigos. Todo eso había estado fuera de su alcance durante su vida, como si se tratase de algo prohibido. Se imaginó a sí misma viajando a caballo por las selvas de Ferus, las estepas y los bosques de Aesel. Si la libertad tuviese sabor, la joven concluyó que sería muy dulce. Ni siquiera se detuvo a pensar en las consecuencias.
Avanzó hasta su escritorio y tomó un pañuelo gris que se ató alrededor del cuello —era importante proteger su rostro, pues en Auras las tormentas de arena eran muy frecuentes—, luego cogió su nuevo zurrón y comenzó a llenarlo con sus objetos personales: diversas mudas de ropa; algunos utensilios y herramientas varias; su cuaderno de dibujos acompañado de un trozo de grafito; y un único dibujo que guardó dentro del cuaderno. Se trataba de un regalo de Helios, un retrato de padre e hija.
Cuando todo lo que necesitaba estuvo guardado, Alessa alzó la vista y se topó con que había dos elementos que rompían el orden natural de su habitación. El primero era el regalo de Helios y el segundo la capa que permanecía encima del escritorio. Recordaba muy vagamente que la había encontrado en sus hombros al despertar a mitad de la noche. Tal vez pertenece a Helios, o la tomé prestada y se me olvidó devolverla. Alessa decidió no darle más importancia al asunto, así que se colgó el zurrón y tomó la capa junto al colgante, que se colocó alrededor del cuello. En cuanto estuvo en el umbral de la puerta, sus extremidades se tensaron. Dedicó un último vistazo a su dormitorio y no pudo evitar sentirse triste. Sabía que algún día regresaría, pero no sabía cuándo. Aquel dormitorio había sido como un santuario para ella, un lugar que le pertenecía y que la hacía sentir segura. Las paredes habían sido testigos de miles de experiencias felices y otras tantas dolorosas.
Alessa dejó escapar un suspiro y se marchó. Si se quedaba por más tiempo, temía no tener el valor suficiente como para irse.
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