Nada más abrir los ojos, Alessa supo que estaba soñando. Se encontraba en un extraño paraje, un mundo blanquecino e infinito donde el silencio se adueñaba de cada rincón como una amenaza sin nombre. En otras circunstancias habría sentido miedo pero al alzar la vista, notó que comenzaba a llover. Aquel frío abrazo inanimado le bastaba para calmarse. Lo único extraño es que las gotas parecían perderse en la infinidad de aquel extraño mundo y volvían a caer desde las alturas, como un ciclo sin final.
Ahora que observaba el lugar, vio que frente a ella había una mujer. Todos esos elementos tenían algo en común y es que pertenecían al mismo sueño, el cual había estado persiguiéndola durante muchos años. Sin embargo, las primeras veces que soñó con aquella mujer la veía tan difuminada y distante que no podía vislumbrar ni su rostro. Pero en aquel momento, Alessa podía verla claramente.
Era alta, con la tez pálida y espectral, de sinuosa y bella silueta. Llevaba un ligero vestido vaporoso de color lila y en cuanto advirtió que Alessa la observaba, se giró. Su rostro tenía facciones elegantes y hermosas, con las mejillas levemente sonrosadas y los pómulos altos. En sus labios finos tenía dibujada una amable sonrisa. Los ojos oscuros —grandes y brillantes—, eran enmarcados por unas suaves y finas cejas. Por último, el cabello castaño le caía como cascadas sobre los hombros.
De repente, sus miradas se encontraron. La desconocida, con la diestra en el pecho y la siniestra alzada, la invitaba a acercarse. Alessa obedeció sin rechistar y alargó su propia mano para tomar la que le ofrecía aquella mujer, quien habló con una voz delicada y profunda. No sabría decir cómo, el contacto de sus manos le resultaba familiar.
—Márchate de este lugar, ve y búscale. Él te revelará la verdad.
—¿A dónde voy? —preguntó Alessa, confusa. Su propia voz le sonaba extraña—; ¿a quién busco?
—Yo no puedo decírtelo. El destino será quien te lleve a él.
La mujer soltó su mano, se despidió fugazmente y se giró. Su vestido vaporoso ondeaba a cada uno de sus pasos mientras caminaba hacia el horizonte, volviéndose una con la bruma. Alessa reaccionó demasiado tarde, por lo que su intento de detenerla fue en vano. Trató de perseguirla, pero su silueta se desvaneció en la distancia. La joven suspiró profundamente y alzó la vista.
—Sigues sin decirme quién eres y a quién debo buscar.
Alessa abrió los ojos con brusquedad. Pasaron varios segundos hasta que comprendió que había estado soñando. Fue la luz lo que la sacó de su estupor, recordándole que debía ir a los entrenamientos matutinos. Se frotó los ojos con el dorso de la mano derecha y se levantó de la cama de un salto. Tras tomar algunas prendas limpias y unas botas, Alessa se cambió con rapidez y salió del dormitorio. Caminó a través de los largos pasillos de su palacio hasta llegar a la cocina, donde comió algo para callar a su estómago. Después, salió y se dirigió a la sala de entrenamientos. En el camino se topó con Helios —como todas las mañanas—, que al verla cabeceó unos instantes y susurró en voz baja el nombre de su hija. Aquella era su curiosa forma de saludarla.
A primera vista, Helios era un hombre delgado y tremendamente alto. Al contrario de lo que se podría pensar, tenía una excelente complexión atlética. Su rostro era de duras pero atractivas facciones, enmarcadas en unos angulosos pómulos y una mirada penetrante y fría. A pesar de su personalidad de mármol y rectitud, lo único que no parecía dominar eran sus cabellos —cortos, desordenados y oscuros, siempre se escapaba de su yugo el mismo mechón—. Sin embargo, si algo destacaba en Helios eran sus ojos, de un gris intenso y voraz, que a veces recordaban a la ceniza o a la propia arena de Auras. Esa mañana, como el resto de días, Helios vestía unos pantalones negros y una camisa de lino bordado, con botas igual de oscuras. Aquella era su vestimenta informal, que solo usaba para deambular por palacio o entrenar a su hija. Además desprendía un curioso aroma a hierbas aromáticas, como si la infusión que había tomado hace escasos minutos se hubiese adherido a cada centímetro de su piel.
—Alessa —profirió, con voz siempre inalterable.
—Padre —correspondió el saludo, cabeceando un instante. Luego, añadió—: ¿continuaremos con las lecciones de ayer?
—No, las doy por terminadas. Hoy comenzaremos con algo nuevo.
—Entendido —respondió secamente.
Helios asintió, se dio la vuelta con un giro de talones y caminó hacia una puerta cercana, mientras Alessa se apresuraba en seguirle. Los pasos de ambos resonaban por los altos y vacíos pasillos, rompiendo el valioso silencio del palacio. Finalmente, entraron en la sala de entrenamientos. Era una habitación espaciosa, con suelos revestidos en madera y paredes de espejos. En las esquinas había soportes de madera con todo tipo de armas de entrenamiento: desde arcos hasta espadas, pasando por mazas o dagas. Claro que la mayoría era de madera, para no provocar heridas fatales. Alessa sabía por experiencia que sí infringían contusiones y cortes. Dejó escapar un breve suspiro al recordar las cicatrices que había ganado en ese lugar, todas ellas gracias a su padre.
Los dos tomaron asiento y comenzó la lección. En primer lugar, Helios le explicó en qué consistía el ejercicio, cómo se ejecutaba, en qué momentos usarlo y qué riesgos conllevaba para la víctima. Según había entendido, se trataba de un movimiento para dejar inconsciente al enemigo, algo que según Helios era primordial en misiones de infiltración y espionaje. Cuando no miraba, Alessa se permitió el lujo de dejar escapar una leve carcajada. Infiltración y espionaje… Como si fueses a dejarme hacer semejantes cosas.
Al cabo de un rato, la joven dominó la técnica a la perfección. Había estado practicando el movimiento ante los espejos, observada desde muy cerca por su padre. Mientras contemplaba su reflejo, Alessa pensó en decirle si podía practicar el movimiento con él, solo por el hecho de verle reír por unos instantes. No obstante, su expresión se apagó al recordar que Helios se limitaría a dirigirle una mirada airada y la ignoraría por completo. Era un hombre que no toleraba las bromas, seguramente pensaba que eran una pérdida de tiempo.
Tras varios minutos, Alessa y Helios comenzaron a pelear cuerpo a cuerpo como parte del entrenamiento rutinario. Durante la lucha, los dos se lanzaron todo tipo de golpes a la vez que fintaban y bloqueaban. Helios acertó muchas de sus patadas y puñetazos, pero también su hija. Habían pasado más de trece años luchando, conocían a la perfección los movimientos del otro. Pasaron varias horas hasta que terminaron definitivamente.
En cuanto Helios se detuvo —como señal de que el duelo había acabado—, Alessa se dejó caer al suelo. Jadeaba por el cansancio y sus nuevas heridas. Antes, su padre le había lanzado una patada que ella había bloqueado con la muñeca. Esto tuvo una terrible consecuencia: había notado a la perfección cómo la inundaba un dolor intenso, como si algo le hubiese aplastado la extremidad. Sin embargo, su padre le había enseñado que el dolor no tenía cabida en la batalla, así que terminó por cabecear un instante y continuar con la pelea como si nada. Los movimientos rápidos y bruscos, por supuesto, habían acabado por empeorar su dolor.
Helios la miró un instante e hizo el ademán de marcharse de la sala, pero tras una breve reflexión, se dio la vuelta y cogió unas vendas blancas de una estantería. Luego, se sentó en el suelo junto a Alessa y comenzó a vendar su muñeca izquierda, mientras la muchacha lo observaba con confusión. Después de los entrenamientos, Helios solía irse de a sala sin despedirse. Nunca se había molestado en curar las heridas de su hija.
—Tengo que pedirte un favor, Alessa —dijo repentinamente, con la vista fija en las vendas con las que envolvía su muñeca.
—¿Qué favor?
—Quédate en palacio hoy y mañana. No salgas hasta nuevo aviso.
Alessa lo observó durante unos instantes y dejó escapar un leve suspiro. Cómo no, la amabilidad de Helios siempre ha de tener un fin. ¿Por qué querrá encerrarme en palacio esta vez?
—¿Por qué, padre? Lo aceptaría en otro momento, pero mañana es... —Helios apretó las vendas con tanta fuerza que Alessa se tragó sus palabras.
—Ésta es una orden directa de tu superior. Espero por tu propio bien que no te atrevas a desobedecerme.
Alessa asintió brevemente, dolida por la actitud de su padre. Se levantó con brusquedad, apartó su muñeca de las manos de Helios y alcanzó el umbral de la puerta. La inundó con tanta fuerza la frustración que apretó los puños de forma inconsciente. Ni siquiera se giró para mirar a Helios al susurrar:
—Me quedaré en palacio si así lo deseas.
Tras pronunciar aquellas palabras, salió de la habitación sin despedirse. Helios se limitó a contemplar el rellano con una expresión vacía de toda emoción.
Alessa recorrió los pasillos con rapidez y regresó a la cocina. Ahora que era consciente de su cansancio, sentía mucha hambre. Tomó algo de las despensas y tras varios minutos de preparación, tomó asiento y comenzó a masticar con desgana, las verduras se atoraban en su boca. A continuación volvió a su dormitorio con pesadumbre. En cuanto llegó, anduvo hasta su cama y se tumbó en ella, con el rostro semihundido en la almohada. Aburrida, admiró el paisaje a través de su ventana. Qué oportuno, he de permanecer aquí cuando mañana cumplo diecinueve años.
Después de varios minutos de inmovilidad, Alessa sintió que una ráfaga de viento entraba por la ventana y mecía sus cabellos. Alzó la vista y tomó aire con una leve sonrisa. Amaba el aroma del desierto, era como una mezcla familiar de arena y lluvia que siempre tenía la mala costumbre de adherirse a su nariz. Ahora que lo pienso, Helios ni siquiera me ha dicho la razón de mi confinamiento.Alessa se levantó de su cama y se asomó a la ventana. Creo que para compensar que mañana no pueda salir, puedo escaparme un rato hoy. Helios no tiene por qué saberlo. Oteó bajo su alféizar en busca de algún guardia que pudiese alarmar al resto por su huida. A esas alturas, Helios ya debía haber comunicado a los centinelas que su hija no tenía permiso para salir. Si la veían, la obligarían a regresar. Afortunadamente para ella, ninguno se encontraba haciendo guardia.
Alessa sonrió y de un salto, se irguió sobre el alféizar de su ventana. Extendió sus brazos, como si pudiese rozar con sus finos dedos el cielo celeste de Auras. Luego, vislumbró el suelo de arena a varios pasos, pensando con nostalgia que hace muchos años aquella distancia a saltar se la había antojado como un acantilado. Sin detenerse a reflexionar más, saltó y aterrizó a la perfección, levantando una nube de polvo a su alrededor. Tras sacudirse la arena de la ropa, corrió hacia el corazón de la ciudad.
Mientras caminaba por las calles de Tempestad, Alessa advirtió que los distritos estaban inusualmente vacíos. Esto era extraño, ya que solían estar muy transitados. Muchísimos soldados iban y venían como masas uniformes que se movían en resonancia. Algunos hacían guardia, otros visitaban cualquier edificio de interés o compraban en el mercado. Esto no es ninguna coincidencia. Helios debe estar organizando algo importante. Si no, ¿qué razón habría para que todos los ciudadanos estén desaparecidos?
Por suerte, Alessa aún no había visitado el distrito de los comerciantes. Sin más demora se dirigió allí, con la esperanza de entretenerse un rato. En realidad, este distrito comprendía una extensa vía que culminaba en una plaza. Los puestos coloridos se arremolinaban unos sobre otros, como si se tratase de un espectáculo para los sentidos. No obstante, la visión actual no suscitó otra reacción en la joven que un mero suspiro. Los mercaderes estaban recogiendo sus tiendas, las varas metálicas y los telares aterciopelados se amontonaban en torno a carros de madera, que usaban para transportarse por todo Céfiros. Había diversos hombres y mujeres guardando mercancías o charlando. Alessa suspiró profundamente, decepcionada. Tengo muy mala suerte. Estuvo a punto de marcharse, pero sus ojos se toparon con que uno de los puestos, un telar rojizo, seguía erguido y en perfecto estado. Seguramente será un comerciante perezoso. Con una sonrisa, cruzó la distancia que la separaba de la tienda y entró, apartado la cortina de abalorios cristalinos a un lado.
Era un puesto pequeño, tan estrecho que solo permitía la entrada de tres personas a la vez. El ambiente era asfixiante, debido a los numerosos inciensos que ardían por todos lados. Había alguna que otra estantería con velas e incensarios multicolores, una larga mesa repleta de productos exóticos y suelos revestidos con exquisitas alfombras tejidas a mano. Un hombre estaba sentado tras el escritorio, jugueteando con una serpiente de madera que se retorcía con tanta energía como si estuviese viva. El cabello del comerciante era blanquecino, su rostro estaba lleno de arrugas y una vieja sonrisa se curvó al detectar la presencia de la joven. Con una expresión amable, guardó el juguete en un cajón y cruzó sus dedos por encima de la mesa.
—Vaya, qué extraño. No creí que hoy vería a alguien por los distritos. ¿No deberías estar haciendo preparativos? —su voz era gangosa, como si cada palabra se adhiriese a sus labios.
—¿Preparativos? No sé de qué me habla.
El anciano se encogió de hombros y cogió otro juguete de la mesa. Se trataba de un pájaro articulado y pintado a mano, los tonos dorados y rojizos bailaban entre las plumas de madera lacada. Si se le accionaba un botón, dejaba escapar una nota discordante por el pico.
—No soy el más adecuado para responder a tus preguntas. Si tu líder ha decidido excluirte, este pobre mercader no podrá ayudarte.
Alessa dejó escapar un suspiro. ¿No puedes… o no quieres?, se dijo. Seguramente ha sido sobornado. Sabía por experiencia que los comerciantes eran personas muy astutas y esquivas. Sonsacarles información era una tarea muy ardua que jamás resultaba en datos veraces… a no ser que hubiese un trato a su conveniencia o dinero de por medio. No tiene sentido forzarlo, no hablará. Alzó la vista y esbozó su sonrisa más cordial.
—Aun así, ¿me vendería algo?
—Por supuesto, ese es mi trabajo.
Alessa contempló con fingido interés la mercancía expuesta. Aunque no pudo continuar con su tarea por demasiado tiempo, pues la mirada indiscreta del mercader se clavaba en su cuerpo como una daga envenenada. ¿Qué le pasa? Sus miradas se encontraron y tras una breve espera, el rostro del anciano se iluminó.
—Te reconozco… Eres Alessa, hija de Helios.
—Sí, así es —señaló un zurrón de la mesa y añadió—: ¿Cuál es su precio?
El anciano estuvo a punto de hablar, pero enmudeció al instante. Sin mediar palabra, se levantó de su asiento y se aproximó a la joven, adoptando una mueca confidencial.
—Ayer escuché entre el gentío que mañana es tu decimonoveno cumpleaños. ¿Es eso cierto?
Alessa se limitó a asentir.
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