Capítulo II
Las semanas siguientes a nuestra llegada transcurrieron rápidamente. Llegamos un viernes por la tarde a casa de mi hermano y comencé a trabajar el siguiente lunes. Al principio, todo era nuevo para mí; trabajar por primera vez, supongo que siempre resulta algo difícil… y más si es en una tienda de… juguetes para adultos.
Cuando les hablé a mi madre y a mis hermanos sobre mi deseo de trabajar en un lugar como ese, reaccionaron de una manera que, de una forma u otra ya tenía esperada. Para mí también suponía un gran reto, pero a la vez era algo que de cierta manera extraña me apasionaba, se me hacía muy interesante. Sobre todo para una chica que nunca ha tenido ni comenzado una vida sexual con un hombre, sí, sería un gran reto, toda una experiencia. Tal vez era una curiosidad llena de morbo, y quizás, no daría el ancho, no desempeñaría bien el papel, debido a mi falta de experiencia en esas cosas. Pero no me importó, envié la solicitud, me aceptaron y le rogué tanto a mi madre que terminó por complacer mi deseo.
(…)
Después de lo que pasó ese día en el maizal; no pude evitar seguir recordando a aquellos chicos, todos los días, por las noches, cuando me acostaba. Recordaba sus rostros, con esa expresión tan lasciva, tan llena de deseo. Era, de cierto modo, como yo me sentí al verlos, mientras se disfrutaban uno al otro. Pero, siempre que recordaba ese día, de repente me venía a la mente la cara y la expresión de uno de ellos en particular. El hombre que se percató de mi presencia, y que se quedó viéndome, con ese rostro, con una expresión difícil de descifrar, no sabría decir cuál, quizás era algo entre enojo y… excitación. Hasta ahora, todo eso sigue dando vueltas en mi cabeza, incluso, a veces, busco su rostro en el de otras personas. Pero a la tienda, sólo llega gente mayor, quizás de 30 hacia arriba, en su mayoría hombres, con expresiones pervertidas en sus caras, aunque algunos son amables, otros hasta conversan conmigo o me piden consejos. A veces llegan mujeres, creo que les da confianza que una chica las atienda. En algunas ocasiones, vienen chicas jóvenes, como de mi edad, llegan acompañadas de sus amigas, supongo. Husmean la tienda, se escuchan de vez en cuando sus risas, sobre todo cuando pasan por el estante lleno de consoladores; hacen bromas, algunas veces me preguntan sobre algunos productos que les parecen extraños, pero no compran nada, y después de un rato se van o dicen que volverán más tarde, pero no vuelven. Siempre, les regalo a todos los clientes una tarjetita con el teléfono de la tienda, la página de internet o el correo, les recuerdo que también tenemos servicio de paquetería a domicilio, todo esto por si les da pena venir o para ahorrarles la ida hasta la tienda. Esto fue una idea mía que le sugerí al gerente, le agradó, además gracias a esto, hemos tenido más ventas, incluso vendemos más que antes de que llegara aquí. Es por eso que, aunque somos una tienda pequeña y relativamente nueva, ha comenzado a ser un tanto popular entre la gente de esta ciudad.
Ahora, ha pasado un mes desde que llegué a la ciudad y comencé a trabajar. He llegado a acostumbrarme a mi rutina: levantarme temprano, ir al trabajo, comer, regresar al trabajo, hacer un inventario sobre las ventas del día y regresar a casa. Puede sonar monótono, tal vez, excepto para una persona como yo. Esta rutina me facilita la vida, pues siempre sé qué hacer, todo está bien planeado y además es a mi gusto.
Hoy es lunes, agradezco el ya no ir a la escuela con una sonrisa, mientras reviso los pedidos de clientes en la computadora. ¡Qué idea tan excelente la que me he inventado! Además, con la entrega de pedidos a domicilio que a veces hago llegar yo misma, he podido conocer gente de lo más peculiar, tanto personas tímidas que sólo firman el papel y me cierran la puerta en la cara como otras que hasta me hacen plática y preguntan por qué una chica como yo trabaja en un lugar como este. Mis días se han vuelto tan interesantes desde que comencé a trabajar en esta tienda, es todo lo que yo esperaba, todo ha ido transcurriendo de manera muy buena, ¡me encanta!
Ese mismo día, tuve que hacer inventario de nuevo como todos los días; terminé y comencé a cerrar la tienda. Estaba lloviendo, hacía un clima tan terrible y frío, que extrañé de alguna manera, el calor con el que me había recibido esta ciudad cuando llegué. Aun así, gracias a mi buena intuición, había logrado llevarme un paraguas y un abrigo lo suficientemente calientito como para sentirme cómoda y no empezar a quejarme del clima. Terminé de cerrar la tienda, y repentinamente, antes de que pudiera abrir mi paraguas, sentí un chorro de agua helada y sucia caer en todo mi cuerpo. Reaccioné inmediatamente:
-¡Hey, fíjate por dónde pasas! –le grité al chico en bicicleta que había sido el causante de aquel desastre sobre mi ropa. Al escuchar esto, él volteó, se acercó a mí montado en su vehículo, extrañamente me miró de arriba abajo; después de esto, sonrió y se limitó a decir “Perdón, no te vi”. A continuación, sacó de su chaqueta un pañuelo blanco, me lo entregó lentamente, y se apresuró a subir a su bicicleta, lo vi alejarse a rápida velocidad. Pero… ¿quién era él?, no pude más que quedarme viéndolo, pues, al parecer, me recordaba a alguien. Su apuesto rostro. A pesar de que ya era tarde, y la luz no muy buena, pude distinguir los rasgos de su cara pero, ¿dónde lo había visto antes?
Me fui a mi casa, con la duda carcomiéndome por dentro; al parecer, mi buena memoria estaba fallándome en este momento de gran ansiedad. Llegué a casa, con la mente en las nubes, tratando de recordar a esa persona, a la vez tan grosera por haber manchado mi abrigo, pero al mismo tiempo algo amable pues… ¡es cierto! Me regaló un pañuelo blanco para limpiarme. Rápidamente hurgué en mis bolsillos; ahí estaba, intacto, el pañuelo que aquel guapo extraño me había dado, pues cuando me lo entregó, no lo usé para el propósito que se supone que debería servir, sino que, embobada mientras lo veía irse, me limité a guardarlo en alguno de mis bolsillos. Ahora que había recordado aquel peculiar regalo de ese desconocido, me di a la tarea de observarlo, hasta de olerlo, pero nada. “Qué chica tan curiosa” pensé sobre mí misma. Luego, me di cuenta que al parecer, el pañuelo tenía algo bordado, no se alcanzaba a distinguir nada entendible o legible. Así que, le di la vuelta, y encontré unas letras, que, bordadas en color dorado decían: “J. S. S”
¿J. S. S? –me pregunté, con extrañeza. ¿En estos tiempos, quién le pone sus iniciales a las cosas? Sobre todo a un pañuelo, bordado, ¡qué extraño! Me recordó a las películas de época, donde las damiselas entregaban ese tipo de prendas a algún chico, si les interesaba, quizás, para que él tuviera un recuerdo, de ella, como una especie de carta o entrega de tu número telefónico, pero de manera antigua. Seguí meditando sobre el pañuelo, no pude dejar de pensar en que se me hacía un acto demasiado extraño y original, tal vez, sobre todo en tiempos como estos. Sonreí mientras me preparaba para ir a la cama, guardé el tan preciado objeto en el cajón del buró más cercano, apagué las luces y me introduje en la comodidad de mi lecho. Cerré los ojos, pero, no pude evitar el evocar su rostro, el del chico que ensució mi abrigo, demasiado guapo para ser verdad, aunque no pude verlo bien, supongo que vi lo suficiente como para sentirme atraída hacia él. Así que, con la imagen de su rostro en mi mente, comencé a conciliar el sueño y sin pensarlo, me quedé dormida.
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