Años antes de sus continuadas fugas, cuando tenía cuatro o cinco años, solía pasear por las tardes junto a su padre a través de Tempestad. Alessa tenía la costumbre de aferrar la mano de Helios con todas sus fuerzas, dejándose llevar por la seguridad que le inspiraba su alta y oscura figura. Por entonces, ya podía notar miradas gélidas atravesando su nuca y a su corta edad, comprendía perfectamente que los soldados de Dunas Rojas la odiaban. Para disminuir su miedo, se limitaba a ocultarse tras la capa negra de su padre, como si fuese un escudo que le protegiese del mundo.
Sin embargo, dos años bastaron para que Alessa se diese cuenta de que aquel escudo era quebradizo. Estaba sola ante un mundo cruel, con el miedo haciendo temblar sus rodillas. Su padre no estaba ahí para protegerla, nunca más estaría. Pero las ansias de libertad ganaron al miedo y continuó caminando como si nada por las calles de su ciudad.
Las primeras veces Alessa salió impune de sus fugas, pero Helios terminó por enterarse de sus trastadas. En la tercera fuga, al regreso de su hija, Helios la esperaba en la muralla. Ella se dirigió a él sin temblar, sabiendo que lo que ocurriría era merecido. En cuanto llegó a su lado, Helios le propinó la bofetada más fuerte que había recibido en su vida. El dolor fue indescriptible, así como la marca que le dejó en la mejilla. Cuando hubo terminado, Alessa emitió unas rápidas disculpas, sonrió y se alejó tambaleándose al palacio, mareada por el golpe. Helios parpadeó con desconcierto, preguntándose si la sonrisa que había vislumbrado había sido una ilusión.
Pero este castigo no tuvo el impacto deseado por Helios, pues solo aumentó el número de fugas de Alessa. A pesar de este fracaso, su padre siempre la esperaba al atardecer en la muralla y le propinaba una bofetada por desobedecerle. Su hija, aunque afligida por el golpe, se sentía inocentemente feliz. Aunque solo fuese por un castigo, podía ver a Helios por algo que no fuese entrenar. Cuando la jovial muchacha se marchaba, aun con lágrimas en los ojos por el tremendo golpe, una inocente sonrisa se ensanchaba en su rostro. Por muy impasible que fuese el líder de Dunas Rojas, su ceja izquierda siempre se enarcaba de puro desconcierto.
No obstante, al paso de los meses Helios dejó de aparecer al ocaso en la muralla y terminó por ordenar a los soldados que franqueasen el paso a su hija cuando ésta quisiese salir a la ciudad. Exceptuando cuando el propio líder quisiese confinarla en el palacio, por supuesto. Tras este cambio, Alessa no sabía cómo sentirse. Se sentía indudablemente feliz porque era libre de vagar por la ciudad tanto como quisiese pero, ¿a qué precio? De nuevo, solo volvería a entablar relación con su padre en los entrenamientos.
Los años se le antojaron crueles e inexorables, como si el tiempo se hubiese convertido en el hacha de un verdugo. Alessa creció varios palmos, siguió entrenando y no se dio por vencida en sus intentos de ser aceptada. No obstante, fue rechazada incontables veces, acosada y terriblemente humillada. Sin embargo, la joven siempre se convenció a sí misma de que algún día, tendría una oportunidad de tener la vida que merecía.
Una fría mañana —que resultó ser el día en el que Alessa cumplió trece años—, Helios fue a su encuentro y le preguntó si deseaba algo en especial. La muchacha lo pensó en silencio y tras una corta espera, le dio su respuesta: deseaba su propia vivienda, un lugar donde poder hacer su vida diaria con total libertad. Deseaba con todas sus fuerzas ser más independiente, quizás era un vano intento de impresionar a Helios.
Aunque al principio su padre no se lo consintió, Alessa lo hizo ceder mediante constantes discusiones. Se dedicó a perseguirlo por todas las galerías del palacio hasta que su padre se hartó. Finalmente, mandó construir un ala adyacente al palacio que pertenecería por completo a su hija. Aunque no era una completa independencia, Alessa se sintió feliz y libre de poder decorarlo a su gusto. Lo hizo pintar de colores brillantes: azules, blancos y dorados bailaban por sus muros exteriores, en contraste con el palacio gris de su padre y con la misma arena plomiza del desierto. Ella misma pintó las paredes interiores con murales abstractos que a veces no tenían ningún significado aparente y otras veces significaban demasiadas cosas.
Alessa había sentido aversión por su padre durante muchos años, miedo o incluso rencor, pero tras aquel acto se sintió agradecida con él. Se esforzó mucho más en sus entrenamientos y trató de demostrarle lo mucho que había progresado. Se desvivió en mejorar su relación con él y en parte lo consiguió. Cada mañana, Helios acudía al ala de Alessa e iban juntos a la sala de entrenamientos. Él le enseñaba todo tipo de cosas, ella se esmeraba en prestarle atención y hacerlo lo mejor que pudiese. Alessa volvía a creer que su único y válido deber era ser digna de su padre.
En una de esas sesiones de entrenamiento, Alessa se sintió con fuerzas para formularle a Helios una pregunta que había estado reteniendo durante años: «¿Cómo murió mi madre?», profirió repentinamente tras bloquear uno de las estocadas de Helios. Al escuchar tales palabras, su padre se detuvo de inmediato y contempló a Alessa durante lo que le pareció a la muchacha una eternidad. Con expresión meditabunda y abstraída —ya algo característico en él—, se acercó con lentitud a su hija y le relató, con su voz tan enfática y reflexiva, cómo su madre había muerto en manos de su hermano, Magnus —el líder de Arenas negras—, cuando Alessa solo tenía tres años. Tras contar aquella anécdota, Helios continuó la lección como si nada hubiese ocurrido, aunque la cabeza de Alessa volaba ya muy lejos de allí.
Desde entonces, los años siguieron pasando igual de lentos y solitarios. Hizo numerosos intentos de relacionarse con sus compañeros y trató de comprender sus razones para odiarla. Se sentía tan desesperada por que intentó amoldar su propia personalidad para que los soldados sintiesen un poco de simpatía por ella. Pero fue rechazada una y otra vez, la mayoría de veces de una forma agresiva y violenta. Tras miles de intentos de socializar, Alessa se veía a sí misma como a una total desconocida. Ya ni siquiera recordaba como se comportaba originalmente ante la gente. ¿Acaso era carismática, fría, divertida, orgullosa, humilde, brillante o esquiva? Su entonces actual personalidad solo podía ser descrita como sombría, triste y seria, como si su mente estuviese ausente la mayor parte del tiempo. Se transformó en una autómata. Un triste soldado sin personalidad ni sentimientos que mostrar. Tal y como su padre siempre había deseado.
El único remedio que apaciguaba su soledad y su locura era sentarse cada noche en el alféizar de su ventana. Desde ahí, Alessa podía vislumbrar el desierto infinito y el firmamento salpicado de estrellas. Se sentía libre de reflexionar, pensar, dibujar o hacer lo que quisiese. Allí podía ser quien era en realidad, nadie podía dañarla.
Muchas veces, Alessa había sentido el ademán de saltar por la ventana y recorrer el desierto, quizás ver el fantasmal océano del que tanto había oído hablar. No le importaba a dónde iría, solo deseaba escapar, correr lejos de su padre y de sus inanimados soldados. Pero al final de la noche siempre desistía de su más ansiado sueño y volvía a su dormitorio, no sin antes llorar desconsoladamente todo lo que no había podido derramar durante el día.
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