Hace diecinueve años, en una fría noche invernal una nueva vida surgió en Auras. Nadie supo entrever que aquel bebé de mirada esmeralda —que más tarde llamarían Alessa—, sería una figura tan importante en la historia de Céfiros. Aunque, tal vez sólo alguien llegó a preverlo. La persona cuyos ojos había heredado esa niña.
La persona más importante para Alessa desde que tenía memoria era sin duda su padre, Helios. Él era el único familiar presente en su vida, ni siquiera recordaba a su madre, ya que ella había muerto hacía ya muchos años. No obstante, para Helios ser alguien tan trascendental en la vida de su hija era problemático, pues sin duda él, por encima de todos los soldados de la ciudad, era alguien singular como ser querido. Helios nunca fue malvado como tal —o eso deseaba creer Alessa—, pero sí era alguien frío, distante e incluso cruel, tenía la extraña obsesión de alejar a su hija de sí mismo. Solo estaban juntos durante los entrenamientos de la joven, lo que desgraciadamente duraba demasiado poco.
Desde su más tierna infancia, Alessa fue entrenada con el único objetivo de ser un soldado ejemplar. Esta meta que le impuso su propio padre le hizo creer que su única cualidad válida y útil era combatir, por lo que dedicó cada minuto de su existencia para entrenar y mejorar. Su vida era la batalla, su dote la esgrima y su persona un soldado. Sin embargo, ¿por qué querría una niña tan joven ser el mejor soldado? Alessa no quería destacar, ni siquiera tenía como meta la estúpida idea de hacerse fuerte y ser famosa. Lo único que la motivaba era existir a los ojos de su padre, que Helios pudiese estar orgulloso de ella.
Pero pensar en algo así fue un error. El tiempo le demostró a Alessa que ni ser la mejor militar de Auras le haría obtener el cariño de su padre. Los lazos afectivos que algún día habían existido entre ambos terminaron por desaparecer. Con el paso de los años Helios pensaba que su hija no era nada más que un soldado insignificante y sustituible, un peón que usar a su antojo. Para Alessa en cambio, Helios se convirtió en un tutor, un maestro y un líder. Nada más.
Gracias a su increíble determinación a mejorar y a un rígido entrenamiento, con seis años Alessa ya era capaz de vencer a muchísimos adultos. No es que fuese muy fuerte en ese entonces, simplemente se valía de su tremenda agilidad e ingenio para confundir a sus rivales y vencerlos en su propio juego. Debido a sus tácticas fue considerada un prodigio, pero esta admiración pronto se transformó en odio y envidia. Todos sus compañeros terminaron por separarse de ella, la apartaron y la repudiaron. Ellos pensaban que era arrogante y mezquina, nada más lejos de la realidad. A pesar de su fuerte carácter, esto era demasiado para Alessa. Al fin y al cabo seguía siendo una niña. No podía encontrar consuelo ni aprecio en nadie, ni siquiera en su propio padre. Desgraciadamente, desde que tenía seis años se sumió en un pozo de angustia y soledad del que seguramente no sería capaz de salir nunca.
Pero no existían conflictos solo en su interior. En los desiertos de Auras había una cruenta guerra civil entre dos bandos que luchaban por el control de la región: Dunas Rojas —el bando al que pertenecía Alessa, cuyo líder era su propio padre, Helios—; y Arenas negras, liderado por Magnus —quien no era otro que el hermano mayor de Helios.
Las dos ciudades donde ambos bandos se refugiaban estaban situadas al oeste y al este de Auras. Cada ciudad tomaba como núcleo un lago —un antiguo oasis—, y a su alrededor crecían y vivían sus gentes. La ciudad de Dunas Rojas era conocida como Tempestad, nombre que le fue dado por el propio Helios, seguramente debido a que, a pesar de ser un desierto, en Auras siempre hacía frío y había tormentas constantes. Además, Alessa creía que su padre no tenía mucha imaginación y de ahí el triste nombre de su hogar. En cambio, la ciudad de Arenas Negras se llamaba Argavieso, nombre que tuvo la antigua capital de Auras.
Tempestad, tal y como la conocía Alessa, era una ciudad amurallada, oscura y monótona que solo los mercaderes sabían revivir. Sus calles siempre estaban sumidas en un ambiente sombrío y el silencio era la única música que acompañaba al lugar. Las voces jamás se alzaban y la gente hablaba en susurros, como si temiese ser escuchada. Además, el lugar era laberíntico y lleno de edificios iguales entre sí, labrados en ladrillos polvorientos y suelos marmolados. Era imposible distinguir una casa particular de una tienda de cerámica.
La gran mayoría de los comerciantes provenía de los bosques de Aesel y traían todo tipo de productos artesanales —desde joyas, madera, minerales, materiales de construcción, telas, alforjas y hasta las más lujosas reliquias—, que vendían en los puestos situados en el distrito comercial. Este estaba situado muy cerca del palacio real, erigido al sur de la ciudad. Aquella maravilla arquitectónica había sido bautizada como el Palacio Gris, otro nombre que hacía gala de la poca imaginación de Helios, aunque resultaba muy adecuado.
El palacio estaba cercado por una alta muralla de piedra y al otro lado de esta había un frondoso jardín de palmeras y arbustos. Durante todo el día, los soldados vigilaban las murallas del palacio para que ningún desconocido entrase y para que la pequeña Alessa no pudiese salir sin permiso. En cuanto al exterior, el nombre del palacio era todo un acierto, pues era enteramente monocromo: los rígidos muros eran de mármol pétreo y veteado, los tejados grises y había tantas ventanas que la vista se nublaba antes de poder contarlas todas. El interior era enorme y laberíntico, pero a pesar de tener tanto espacio, la mayoría de las habitaciones estaban vacías.
Los soldados de Dunas Rojas eran el reflejo de su líder. Eran silenciosos y serios, mortíferos en batalla pero tranquilos en su vida diaria. Su dogma era el vivir sin emociones, pues su líder tenía la imperiosa creencia de que eran una debilidad. Por supuesto, eran desconfiados y rechazaban cualquier intento de amistad por parte de Alessa. En cuanto la muchacha se acercaba a cualquier soldado, éste destilaba tanta hostilidad que hacía que la niña huyese despavorida. Todos estaban idénticamente uniformados, hasta en la rutina diaria, con vestimentas monocromáticas tejidas con materiales que prevenían del frío del desierto.
Tales compañeros acrecentaron la perpetua soledad y el miedo de Alessa a las personas. Debido a esto, toda su infancia se convirtió en un infierno imposible de sobrellevar. Además, desde que tenía memoria Helios le ordenaba quedarse en palacio. Tal prohibición era imposible de suspender, Alessa lo había intentado innumerables veces. La muchacha nunca había comprendido por qué su padre querría que estuviese encerrada. ¿Quizás era para protegerla del exterior, o solo por el hecho de castigarla? No obstante, una mañana radiante le dio ánimos para escapar de su encierro a la entonces niña de seis años. Aquel fue el primer episodio de desobediencia que cometería contra su padre y por supuesto, no sería el último.
A pesar de su juventud, Alessa poseía una agilidad innata de la que se valió para saltar fuera de su ventana —que por suerte estaba cerca del suelo—, y caer rodando sobre la arena. Esquivó a los guardias y trepó por el muro, construido por grandes trozos de piedras, lo que lo hacía fácilmente escalable. Tras saltar al otro lado Alessa recorrió la ciudad de arriba abajo, deteniéndose eclipsada ante los puestos de los mercaderes. Visitó el precioso lago del centro de la ciudad y contempló con emoción a cualquier soldado o civil que pasase.
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