Todos voltearon a ver a Arthur, aterrados, Luke estaba apunto de levantarse para cargar a Arthur y Ray saltó de su asiento para llamar a un doctor, cuando Arthur los detuvo.
— E-Estoy bien- Estoy bien... —Arthur tomó un poco de aire, para toser de nuevo— Comí demasiado rápido.
Luke y Ray volvieron a sentarse, el primero todavía con la preocupación marcada en su rostro, y la segunda dubitativa.
Todos parecían más tensos ahora.
Arthur odiaba la atención que había traído sobre sí mismo. Limpió las lágrimas que se colaron por la molestia en su garganta.
La profesora Teresa tenía una mano sobre su boca, y la otra sobre su pecho. Lentamente aligeró la tensión en sus hombros.
— Uhm, ¿Cómo han seguido los ataques, eh? —mencionó la profesora Teresa.
— Bien. No he tenido uno en un buen tiempo —dijo Arthur entre dientes, tratando de no dejar ver lo irritable que se sentía.
La última vez que tuvo un ataque, para su desgracia, había sido en una de las clases de la profesora. No podía olvidar como corría de allá para acá, gritando y llorando.
— ¿Y qué tal los chequeos? Tal vez deberías hacerte otro pronto —sugirió la profesora, evitando su mirada, jugando con unos granos de arroz que habían quedado en su plato.
— Lo pensaré—trató de no gruñir Arthur. Su sonrisa falsa ahora parecía una mueca de disgusto.
Los presentes en la mesa no hablaron mucho más esa noche.
La cena acabó así, con Ray y George dándole la despedida a Teresa, mientras Arthur, Luke y Elena recogían la mesa.
— Oigan, ¿qué les parece si mañana nos escondemos en una de las habitaciones y contamos historias como solíamos hacerlo? Creo que un descanso nos vendría bien —mencionó Arthur mientras terminaba de doblar el mantel.
— Perdón, mañana no voy a poder, tengo que ayudar a mamá a desempolvar los cuartos de invitados —se excusó Elena, guardando los cubiertos.
— Me temo que no me será posible tampoco, debo limpiar los hornos y luego ir a traer víveres del pueblo —replicó Luke, guardando los platos limpios en un mueble de madera de puertas de cristal— . Además, ¿en unos días no tienes tu examen de química?
— Ah... Es verdad —dijo Arthur guardando el mantel. Su pequeña sonrisa desapareció por completo— . Está bien. Tal vez la otra semana.
— No olvides que además tienes etiqueta el martes, arpa el miércoles, una reunión con el nuevo maestro de física el jueves y un chequeo médico el viernes —le recordó Luke de memoria.
— No lo haré—le sonrió a medias Arthur. Sus ojos estaban apagados.
La semana transcurrió como se había dicho. Una lección tras otra. Un maestro tras otro. Las mismas caras y las mismas cuatro paredes.
— ¿Qué les parece si leemos algo juntos mañana? Escribí algunas nuevas ideas —propuso Arthur cuando recogían la mesa el viernes después de la cena con el doctor.
— Perdón, tenía planeado estudiar para mi examen de biología —dijo Elena.
— Debo organizar las cuentas con Ray— repicó Luke— . Además, esta semana tienes clases de francés y oratoria.
Pasada la siguiente semana, Elena debía ayudar con el jardín y practicar piano, Luke debía limpiar el polvo de la biblioteca, y a Arthur le habían asignado ayudar a arreglar las plantas de la casa, además de sus clases de esgrima, historia y geografía.
La semana después, Elena tenía clases de canto, Luke tenía que deshollinar las chimeneas y Arthur debía ayudar a limpiar el ático junto con clases de política.
Arthur dejó de proponer reuniones cuando falló uno de sus exámenes de química, dejando una marca ácida sobre uno de los preciados muebles de madera de la casa.
Así pasaron meses y meses desde que él y Elena iniciaron sus estudios superiores para prepararse para elegir una especialidad. Arthur se estaba cansando del tono formal que tenía que usar con sus profesores, y cada vez hablaba menos con Elena y Luke, fuera de los pocos momentos en que se veían en la cena.
En las noches antes de dormir, Arthur escribía sobre viajes a tierras lejanas, hacía lugares insólitos. Escribía sobre grandes héroes que salvaban al mundo, que ayudaban a las personas y que eran recordados como leyendas. A veces se imaginaba hablando con sus personajes, que lo tomaban como amigo y escuchaban sus historias. De vez en cuando sus personajes le pedían perdón por no poder llevárselo con ellos...
Un día, se acostó en su cama y vio el techo. Su profesor de matemáticas había enfermado, y temían que pudiera contagiarlo, así que tenía un par de horas libres antes de la cena. Sin embargo, todos los demás en la casa estaban ocupados, como de costumbre.
Suspiró y abrió su libreta, apenas si rozó el lápiz sobre el papel, antes de volver a cerrarla. Sentía su corazón sobre su pecho. Contó los latidos. Se preguntó cuántos latidos había desperdiciado viendo el techo, cuantos más en lecciones sin sentido, y cuantos otros en revisiones médicas.
Tragó saliva. ¿Cuántos latidos había gastado en sus quince años de vida encerrado allí?
Presionó sus manos sobre sus ojos.
Luego se sentó y miró por la ventana en la pared en la que su cama estaba apoyada. Después del jardín cercado, se extendía un bello valle, luego se veía a lo lejos los techos de la iglesia entre las montañas de la cordillera de los Andes, que rodeaban al pueblo.
Arthur tocó el cristal.
Parecía una pintura, tan lejana y sin embargo allí, un mundo tan grande, un mundo sobre el que leía todo el tiempo, pero que nunca le habían permitido conocer. Los únicos que iban al pueblo eran Luke y Ray. Sin embargo, sabía que en caso de necesidad enviaban a George y a Elena, pero nunca a él.
Su corazón se aceleró en su pecho.
Nunca a él.
Apretó su puño sobre el vidrio y frunció el ceño.
Llevaba enfermo desde que tenía memoria, y desde entonces su mayor exploración era el jardín.
Mordió su labio inferior.
Abrió la ventana, y el viento de aquel mundo entro a su cuarto. Olía a naturaleza, hacía frío, y ahora se sentía dentro de aquella pintura, de la que podía hacer parte.
Recordó a sus personajes pidiéndole perdón.
— No se preocupen— dijo en voz alta, al cruzar el marco de la ventana, para ponerse en pie sobre el techo del segundo piso— , yo me puedo ir solo.
Bajó usando los otros marcos de las ventanas y un tubo de desagüe del techo como soporte, y al llegar al suelo, corrió hacia al valle, para perderse en la lejanía.
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