Faralá
—Explícate —Jadeaba aun cuando acertó a pronunciar la palabra que llevaba un buen rato quemándole en la lengua.
La ardua carrera así como la estrafalaria y accidentada batalla campal en que terminase convertida la reunión, le habían dejado sin aliento; pareciera incluso que acabase de recorrer ese camino a pie. Por el contrario, Arcángel, su endiosado caballo, lucía como una rosa fresca y lozana. El muy cabrito tenía ganas de correr, seguiría haciéndolo sin ningún problema hasta llegar a la guarida, repartiría alegremente coces al aire sin prestar atención alguna a qué o quién pudiese estar detrás, como un potrillo, con su propio humor que hacía plantearse a Randy cómo demonios alguien era capaz de montarlo, quién demonios le habría domado y, ¡pobre de él si es que seguía vivo! Randy lo odiaba, Lu Han a veces entendía por qué, aunque entre risas, no lo diría en voz alta con convicción; otras, no obstante, resultaba del todo conveniente.
Tardó un buen rato y un choque muy familiar espalda contra espalda, en discernir que la dama que se había precipitado apenas unos instantes después de que amenazasen con revelar su identidad, de forma dramática a la par que temeraria, barandilla abajo desde las habitaciones hasta el patio, no era otro que su aliado, por llamarlo de algún modo. Un intercambio de palabras, casi para el cuello de la camisa, con una voz demasiado áspera y rasgada para pertenecer a una joven, por ronca que se encontrase, disipó cualquier duda y, tras el enfrentamiento, éste tampoco se encontraba mucho más ágil, pues resollaba haciendo difícil distinguir sus resoplidos de los del animal. Había cubierto su cupo de cabriolas tras hacerlas, consideraba, innecesariamente ataviado como la señorita de la casa, mas debería agradecerle, no obstante, el desconcierto que aprovechó para librarse del peligroso agarre.
— ¿Que me explique? —Alzó las pobladas cejas, consternado. Aun sentado en la ancha grupa del caballo, mirándole de reojo, comenzó a despojarse de las diferentes partes del vestido— De no haber aparecido, ya tendrías la soga al cuelo; eso contando con que te quedase cuello, ¡con un poco de mala suerte mi padre te habría entregado por piezas! —refunfuñó, notó, algo dolido por lo que parecía considerar “haberse humillado”, pero que a él no le sacaba más que una sonrisa ladina e interesada, divertida— ¿Que explique, qué? —Casi se va para atrás al bajarse del caballo, trastabillando con los volantes de una falda que, francamente, a su parecer le quedaba bastante bien, y le miró como si en vez de llevarla luciese un par de pantalones corrientes, digno aunque abochornado, bajándose de un tirón el pañuelo que amortiguaba su voz y le ocultaba la barba. Se apartó el pelo suelto pegado en la frente y de los ojos— ¿Qué gracias a mí conservas la cabeza, máscara incluida? Porque podrías haber perdido al menos una de las dos. Creo que sabrás entenderlo tú solito, eres muy listo, Lu Han, ¡hoy lo has confirmado! —Mostró su actitud, lo más digna que pudo, colocando los brazos en jarras hasta que se hizo consciente de cómo debía verse con los puños en los costados del corpiño. Los bajó, incómodo, para dirigir inmediatamente un dedo acusador a su cara— ¡Me debes una! No, y cállate, ¡me debes más de una! ¡De una muy gorda!
La cosa estaba así; El Zorro había irrumpido en la reunión social de rigor en casa de Guerrero, alrededor de las ocho de la tarde, solo, como siempre, para dejar el mensaje, claro a la par que estúpido, de que “el auto-denominado justiciero puede encontrarse en cualquier parte”. Y, pretencioso, porque lo era, peligroso a la par, pues acotaba el rango de búsqueda —lo habría hecho si quienes investigaban fuesen un poco más listos—, el de que “puede ser cualquiera, noble o no. Puedes haberle dejado entrar tú mismo en tu casa, sin siquiera saberlo”, como si se tratase de una criatura mitológica. El caso, por supuesto, es que hubo un pequeño fallo en los cálculos; sí, alguien fue más inteligente por una vez que un sujeto que, para ser francos, se pasa de listo en ocasiones. Casi parecían estar esperándole, de tal modo que no costó acorralarle a pesar de encontrarse en un patio del que podría haber escapado, con una mejor estrategia, trepando por los tejados como una criatura salvaje, como de costumbre, de no haber sido emboscado en los soportales primero, cortándole cualquier vía de escape.
Seguía sonriendo cuando le prendieron, por supuesto, pero no eran tan listos, nunca lo son en situaciones como estas, cuando el que está en problemas es el bueno del cuento, y mientras se revolvía como una lagartija, a nadie se le ocurrió quitarle la máscara para acabar con una de las mayores incógnitas con respecto al proscrito; su maldita identidad. “Sólo era un disfraz”, pensaba mofarse Lu Han al ser descubierto, “se trataba de una broma”, de muy mal gusto, antes de aprovechar el desconcierto del personal para zafarse y escapar. El único problema, o el único que le importaba al menos un poco, respecto a esa idea, habría sido la nimiedad de no poder regresar a casa, pues la gente no es tan tonta y ya sabrían dónde buscarle, en el mejor de los casos, únicamente le mantendrían vigilado, pero ahondando un poco más de uno podría haber dado pistas sobre sus actividades ilícitas; por mucho que confiase y estuviese seguro de unos, con otros, la buena gente descontenta puede convertirse en buena gente traidora, fácil de comprar con promesas de gente abominable que se alimenta de la desesperación de quienes creen inferiores. Por no hablar de lo complicado que sería entrar como Pedro por su casa a cualquier lugar medianamente vigilado únicamente con la carta de “hijo de”. El veredicto estaba claro antes de cualquier juicio.
Lo más inesperado llegó, repentino como un estallido, por parte de otro sujeto al que tampoco convenía nada que pillasen confraternizando con un delincuente y cuya situación, llegados hasta ese punto, sería bastante complicada de explicar. El moreno, escabullido vaya usted a saber cómo de un control que se suponía “para mantener a salvo del ajetreo a todos los invitados”, tal vez porque los criados siempre se encuentran del lado correcto, había irrumpido en el dormitorio de la señorita de la casa para robar un aparatoso vestido rojo, porque le sentaba mucho mejor que el azul, sin olvidar los complementos, e interferir por su cuenta en la pelea a salvo de ser reconocido. Efectivamente, casi resultó insultante la facilidad con que, sin negar su propia perplejidad, se desprendió de los guardias aprovechando que la figura misteriosa pero extrañamente familiar se abalanzaba sobre un cúmulo de ellos. El asunto resultó en que, a pesar de estar ayudando a alguien que infringía la ley, se trataba en esta ocasión de una dama, y al no saber exactamente quién, tampoco podían arremeter alegremente a riesgo de desatar conflictos mayores con algún otro sujeto de poder, y pudieron aprovecharse.
“Mojigatos”, murmuró Lu Han, como siembre, sobrepuesto a cualquier giro de guión.
Y es que, por más que lo intentase, no podía borrar la sonrisa de la cara. Sí, había sido una hazaña más que arriesgada de lo necesario pero, al no ser ni la primera ni sería la última vez que se viese atrapado, muy bien expresado, entre la espada y la pared, no pretendía armar un escándalo en torno al tema. Claro que, por el contrario, mientras que ver al Zorro siendo perseguido e incluso acorralado, era el pan de cada día, ver al hijo de uno de los señores más señores del pueblo ataviado como una señorita de alta cuna, muy coqueta, a decir verdad, no podía verse todos los días. Y mientras que éste le daba la espalda pretendiendo deshacerse, ahí mismo, de tanta parafernalia, un poco cojo, descendió también del caballo al por fin considerarse a salvo, al resguardo de la ermita abandonada —por esa tan grandilocuente que construyeron en la plaza—, ya más que habitual para sus encuentros clandestinos.
— ¿Y te ha parecido que lo más cómodo era… ponerse un corsé? —sonrisa. Cuánto le gustaría poder borrar a veces esa sonrisa.
Se plantó, dio un taconazo en el suelo; incluso había cuidado ese detalle. Giró sobre sus talones para volver a increparle.
—Una vez dijiste que necesitaba un buen disfraz.
Efectivamente, lo había dicho, se trataba de un asunto fundamental teniendo en cuenta que eran personajes públicos —en varios términos, tanto el mejor aceptado socialmente como el peor—, y debían mantener alejadas una identidad de la otra. Y aunque era cierto que no había matizado los detalles, no se refería precisamente a un vestido faralá, sino a algo más parecido a su “uniforme”, considerablemente más discreto así como reconocible. Era innegable, a pesar de todo, que nadie podría haberle reconocido de esa guisa, de no ser que acostumbrase, en un círculo desconocido para él, a adoptar personajes femeninos, en cuyo caso, también requería una explicación.
Sonrisa. Socarrón. Randy, sin poder esperar, siguió quitándoselo todo aun en medio de algo parecido a una discusión; se abrió el corsé, o lo intentó, y Lu Han tuvo que ir a colar la mano por su espalda, bajo los cordones. Lo cierto es, que estaba poniéndole un poco malo.
—Para, para, hombre —Esa sonrisa—, ¿es que llevas otra muda debajo de ese cancán? ¿Qué piensas ponerte si te quitas esto aquí? ¿O es que tienes un alijo secreto en alguna parte y no me lo has contado? Vamos a la guarida, te prestaré algo… si es que te vale —Palpó los músculos de su espalda—, eres más ancho que yo… —Y descendió hasta sus caderas— También aquí —rió—. Si no, tendrás que quedarte así hasta que mañana, alguien se cuele en tu dormitorio y te traiga algo ropa de cambio.
—Vamos, ¡no me jodas! ¿Hasta mañana? —Podría habérsele ocurrido cargar con sus cosas, no era ninguna broma lo de sujetárselas bajo la falda, ¿dónde demonios se las había dejado? Y, ¡joder! No podía negar que esa mano, fría, porque siempre las tenía frías el condenado, también le estaban poniendo un poco malo— ¡Antes voy en bolas!
Y eso tampoco estaría mal del todo. Sonrisa, pero esa sonrisa. Pero no ahí, desde luego.
—No, en bolas no.
Continúará...
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