Debieron pasar unas veinticuatro horas desde que aquel humano lo había puesto en dicha veterinaria. Acostado sobre el suelo de su jaula, Rankle, dormía agotado por los eventos de aquel día. Reconocía que tenía un mejor trato en ese lugar que en las mismas calles de la ciudad de Nueva York; pero no sabía si se sentía listo para convivir con una familia humana, aunque aquel humano… fuese como fuese, él no sentía deseos de estar con varios niños humanos que lo tratarían del mismo modo que trataban a sus juguetes. Rankle los veía en secreto cuando se encontraba en las calles. Los chicos llevaban los mas nuevos en sus brazos y, a menos que fuese una de las pistolas de Cowboy, podía notar como arrastraban a los más viejos por el suelo, los cuales se veían rotos. Un tren de madera con dos o tres ruedas faltantes, una muñeca sin un ojo o un brazo junto a otras cosas igual de grotescas que veía en los medios de entretenimiento humano. Rankle estaba consciente de que, para esos desgraciados, él sería solo eso: un objeto, un juguete con el cual jugar hasta el cansancio. Fuera el cansancio de Rankle o el de los pequeños desgraciados, al final era lo mismo.
El sonido de la puerta abrirse llamó su atención y el aspecto de quienes habían entrado también lo hicieron. Eran dos hombres con ropas militares, un verde claro casi castaño junto a un pantalón de color verde oscuro, botas militares y boinas en ambas cabezas con la imagen del ejército de Estados Unidos. Para Rankle Le era claro lo que ambos hombres eran; pero el porqué estaba allí no y mucho menos el para qué diablos dos militares querrían un animal de la veterinaria. No entendía el idioma humano ni un poco siquiera, solo los ademanes junto a una que otra palabra al azar; pero nada más. El encargado de la veterinaria hablaba con ambos soldados de forma extendida, como si se negase por completo a lo que ellos pudiesen estar ofreciéndoles, uno de los soldados puso su mano en su bolsillo. Rankle sabría lo que vendría a continuación, lo habría visto más de mil veces en las calles cuando alguno que otro vagabundo, o no vagabundo; pero que también solía vestir de forma pobre, colocaba sus manos en los bolsillos: sacaban un arma y disparaban contra su objetivo, algunas veces humano y otras veces no. Muchas de esas ocasiones terminaban con una persona o un animal muerto. Dispuesto a volver a ver esa escena, Rankel, simplemente desvió la mirada hacia otro lado para no tener que soportarla un día más; pero el disparo nunca vino, en su lugar solo risas complacientes. Dando vuelta sus ojos una vez más, Rankel, se encontró con un nuevo panorama: aquel soldado había sacado una enorme cantidad de billetes de unos posibles cien dólares cada uno. El dueño los había aceptado, dejando que los soldados buscasen a un animal en particular. Debió de suponer que eso pasaría cuando entraron; pero no lo hizo y menos se lo imaginó al ver que los soldados lo habían elegido a él con intenciones de llevárselo con ellos ¿Debía sentirse feliz, enojado… atemorizado? No lo sabía; pero si sabía que aquellos dos hombres tomaron la jaula en la que se encontraba y, sin siquiera abrirla, la alzaron llevándoselo con ellos al exterior. Podría haberse defendido, podría haber intentado huir; pero aquel viejo dicho era erróneo: la curiosidad no solo mataba Gatos, los perros también podían estar en su lista y aquel perro callejero con meses de experiencia se sentía muy curioso de saber qué es lo que harían con él como también a donde lo llevarían. Luego tendría tiempo para lamentarse o regodearse dependiendo de su estado de humor; pero en aquel momento solo tenía una increíble curiosidad.
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