Como todas las mañanas, Matenas relucía encandilante en el fondo verde y azul de tierra y cielo. Las aves ya se habían alejado de sus casas en la búsqueda de comida y los matenienses despertaban unísonos al sonido exacto de sus despertadores, salvo por una.
―¡Mamá mamá! ¡Despiedta! ¡Es el pdimed día de clades! ―Una pequeña niña, de cuatro años, pelo corto y rosado, con una gran cabeza redonda y de cuerpo pequeño brincaba sin piedad sobre la cama de su madre que apenas despertaba.
―Mi amor, no puedes esperar a que… ―Sin que pudiera terminar de hablar el reloj sonó― ¡Ahg! olvídalo…
―¡Diiiiiiiiii! ¡Damos damos! ¡Adiba adiba!
―Ya voy, ¡ya voy!
Jalando y empujando, la pequeña Pi llevó a su madre al baño para bañarse juntas, Jugando con la espuma su madre intentó ponerle un poco entre los ojos, pero la niña comenzó a correr alrededor de ésta, resbaló y jalo la cortina quedando debajo de ésta a la par que se escuchó un golpe fuerte y húmedo. Su madre asustada rápidamente buscó entre los pliegues, y en lugar de encontrar una niña llorando: la encontró riendo, con la frente enrojecida del golpe.
Tras eso, Madre e hija estaban vistiéndose en la habitación de la primera, en realidad Pi debía esperar a que su madre terminara, pero ésta decidió adelantarse; olvidándose de la ropa interior, se puso el vestido al revés y las calcetas en las manos. Su madre no pudo evitar reír y se dispuso a vestirla mientras entonaba una canción hecha especialmente para su hija.
Primero van las bragas,
de los pies a las nalgas.
En cuello de camisa,
mete sólo la cabeza.
Y tus brazos y manos van,
dónde las mangas están.
A la cintura viste pantalón,
o una falda y cinturón.
Usa medias en los pies,
y zapatos, más no al revés.
Una vez vestidas, sin que la niña lo dejará fácil, se encontraban en el piso de abajo, en la cocina, sentadas en el desayunador.
La niña comía una rebanada de pan con mermelada de miridi y gajos de zanella que formaban un rostro muy alegre.
―¿Mamá dú no das a desayunad? ―Su madre parecía distraída, miraba al fondo, a la puerta, sin decir palabra y sin beber su café, su rostro se veía dolido y preocupado― ¿Mamá?
―¡Eh! Ah, sí, ¡Digo no! No te preocupes… Desayunaré cuando regresé.
―¡Ok!
En el establo los caballos comenzaban a salir para comer pasto fresco, y un no tan viejo Solari respiraba hondo el fresco aire matutino, pero muy pronto, al salir los nuevos potros, notó la ausencia de uno.
―Mmm… ¡Hey! ¡Silas! ―Un potro de delgadas piernas y cabeza grande se detuvo apenas controlando el peso de ésta.
―¿Sí señor?
―¿Y el pequeño de pezuñas suaves?
―No sé. ―El potro tan sólo se encogió de hombros y se fue corriendo tras sus compañeros.
Preocupado, Solari se metió a los establos, con paso lento y en silencio se dirigió al cuarto del potro faltante. La puerta rechinó y se abrió lentamente, justo en la esquina estaba un potrillo pequeño y regordete, su cabeza era grande y tenía las patas gruesas.
―Likos, ¿No quieres salir a jugar con los otros potros? ―Li sólo meneó la cabeza sin dejar de mirar el suelo.― Escucha ―El viejo se sentó sobre la cama― No te voy a mentir diciendo que entiendo por lo que estás pasando, porque sería una mentira… Pero… Tienes que entender que tu madre hizo todo lo posible para que pudieses estar aquí conmigo y con los demás potros. ―Las palabras solo hacían que las lágrimas de sus ojos no pudieran contenerse y salieran con dolor.― Si tu madre hizo todo esto, ¿Crees que le gustaría verte aquí?... ―El potro permanecía en silencio negándolo todo, Solari continuó― ¿Encerrado? ―El potrillo pronto levantó la mirada asustado. Su mente era un revoltijo, pero aquello lo había puesto todo en un ligero orden que le permitió recapacitar.― Entonces… ¿Qué me dices? ¿Salimos? ―Li cerró el hocico y asintió, pero no pudo ponerse de pie pues al intentarlo cayó, ya que además de estar débil, éste había nacido con un extraño mal, ya que tenía sus pezuñas suaves como malvaviscos, Solari sólo emitió una risa bonachona de camaradería y se dirigió a él para levantarlo.― ¡Uff! Eres pesado sabes. ―De esa forma lo cargó hasta afuera donde lo dejó, el potrillo miró sorprendido y con los ojos humedecidos, el cielo y el verde pasto. No podía creerlo… Nunca lo había visto.
Era el primer día de clase de muchos infantes matenienses. Sus madres o padres les acompañaban hasta la universidad, como era costumbre.
Ico seguía inquieta, pero no como su hija, ella daba brincos mientras caminaba agarrada de la mano de su madre, pero esta estaba pensativa… Callada. No era nada nuevo, siempre se comportaba de esa manera cuando había otros niños cerca. Ico prestaba más atención a los demás que a su hija y justo al volver la abrazaba fuertemente y por largo rato, a Pi no le molestaba, de hecho lo disfrutaba, pero de lo que ella no se daba cuenta eran de los lagrimosos ojos que su madre ocultaba tan pronto la dejaba.
No todo era así, afortunadamente, pues en casa ellas se divertían mucho, corrían, jugaban y, aunque no se podría decir que era divertido, estudiaban. Pero para esa niña era suficiente tan sólo pasar tiempo con su mamá. Sin embargo estaba apunto de percatarse porque su madre se comportaba algunas veces así, cuál era la razón de que se preocupara.
El sol comenzaba a calentar las casas, su brillo podía sentirse en la piel, acariciando con gentileza. Sin embargo el viento todavía soplaba frío, lo suficiente como para erizar los vellos de unos brazos desnudos.
Había una notoria diferencia entre Pi y los demás niños, y no era por sus líneas curvas. Los otros infantes no corrían, no saltaban, ni siquiera caminaban ansiosos. No sonreían, no parecían emocionados, estaban serios, tranquilos, daban una sensación muy… Digna, incluso estirada. Pi no lo notaba pero Ico… Sí que lo hacía.
―¿Recuerdas lo que te dije? ―Ico se arrodilló frente a su hija y la tomó de los hombros, cerca de la entrada.
―¿Qué? ―Los ojos de Ico comenzaron a humedecerse, pero pudo resistirlo y evitarlo, aunque sea por un tiempo.
―No importa lo que pase… Tu sigue sonriendo, ¿Ok? ―Pi no entendía porque le decía eso, sin embargo no le parecía algo difícil.
―¡Ok! ―La sonrisa de ésta y su dulce carita provocó a su madre el darle uno de aquellos fuertes y largos abrazos.
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