Ayer me costaba un poco dormir, debe ser porque iba a tener (de nuevo) ese sueño.
Es la tercera vez que ocurre. Estoy en una isla y tengo la certeza de que una enorme ola terminará por hundirla. Quizás suene gracioso, pero puedo asegurarles que cuando estoy allí no lo es.
La primera vez estaba acompañada; en el grupo éramos unos 16, había un señor que sabía perfectamente lo que iba a pasar, y trataba de guiarnos lo mejor que podía hacía el lugar más alto. Cabe destacar, que al mencionar una isla no quiere decir que esta haya sido pequeña; y este hombre —con todo y brújula en mano— se esforzaba de manera frenética para poder salvarnos a todos.
Recuerdo los callejones, las intrincadas calles, las colinas… Incluso llegamos a un tempo en lo alto de una montaña, bastante bonito, donde había gente refugiada que al ver la recogida que había tenido el mar. Allí encontré familiares (y no solo míos) al parecer allí estaban los familiares de más de una persona de mi grupo. Y a pesar de intentar convencerlos de mil maneras de que ese lugar no era seguro, nadie hizo caso. Y ustedes no pueden imaginar el desespero de ver a tus padres y no poder arrancarlos de un lugar en donde sabes van a morir, y por simple terquedad. La frustración, el llanto, el estrés. Para tener que irte sola. Dejando a tu familia condenada a muerte porque quieras o no, estás atada a ese grupo de incontables extraños.
Empezaba a lloviznar, de pronto el clima se puso gris, las calles se notaban desoladas. Yo creo fielmente de que tanto los animales como las personas tienen un sexto sentido para sentir las desgracias; de seguro ese día todos sentían una leve presión en el pecho, una angustia, ese “algo” que no los dejaba quietos y los llevó a encerrarse en casa, porque casa siempre ha sido sinónimo de seguridad. Aunque en ese caso no lo era.
Llevábamos unas 4 horas caminando. Ese hombre, ya agotado y con la angustia reflectante en los ojos miraba a todas partes, brújula en mano, buscando una salida a ese caos. Nos acercábamos cada vez más a la zona céntrica de la ciudad. En ella enormes edificios nos miraban desde las alturas en señal de salvación. Y cuando al fin nos decidimos por uno, empezó la verdadera odisea. Un leve temblor nos avisó que se acercaba lo inminente. Procedimos a subir las escaleras tan rápido como nos fuera posible. No fue sorpresa para nosotros notar el edificio vacío. Mientras nos adentrábamos a través de la ventana podíamos ver como otras personas se refugiaban en la planta alta de sus apartamentos, en los techos de sus casas, en la cima de pequeñas montañas… Y cuando por fin llegamos al último piso, nos topamos con un grupo de personas arremolinadas en la planta, con sillas y mesas tapando las ventanas formando barricadas ¿Barricadas para qué?
Otro leve temblor y el miedo apareció. A lo lejos se observaba una leve sombra azul. Era la ola más grande que mis ojos hayan observado y que quizás observarán jamás. Aquella enorme cosa venía a sabrá Dios cuanto kilómetros tragándose todo cuando hubiera a su paso. Los gritos estallaron y el pánico se hizo presente. No solo en esa planta, sino en los ojos de aquellas personas que en sus apartamentos o pequeñas colinas no estarían a salvo. Ni siquiera nosotros lo sabíamos con seguridad.
No sé podía saber si detrás de esa ola había otra. Aquello era tan grande, tan voraz, tan terrorífico, que te oprimía el pecho y te paralizaba de miedo...
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