La evolución de la humanidad y su conocimiento sobre el mundo es muy a menudo fascinante. Gracias a los avances de la ciencia se habían logrado adelantos de tal maravilla que habían conseguido reducir el número de enfermedades, solucionar problemas antes que puedan suceder, facilitar tareas complicadas gracias a la revolución industrial y, ahora mismo, la digital, que había logrado conectar gente separada por miles de kilómetros. Era impresionante. Cada día se podía ver en los periódicos noticias sobre aquellos avances, buscando siempre la comodidad y la mejora de nuestras vidas. La ciencia cada día sorprendía con nueva información sobre nuestro pasado y nuestro futuro, sobre nuestra forma de ser, sobre nuestra propia biología y la de nuestros congéneres, sobre todo el entorno que nos rodeaba, sobre la fauna y la flora e incluso sobre el espacio y lo que estaba más allá de nuestras fronteras. Incluso había logrado ahondar en la psique humana, descifrar el funcionamiento de nuestro cerebro, cómo aprendemos, cómo almacenamos nuestros recuerdos, cómo desarrollamos nuestras emociones. Hasta el punto en que habían logrado crear una ecuación que calculaba cuál era el día más triste del año. La ciencia era fascinante. Y estúpida por momentos.
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