El teléfono no dejaba de sonar. Llevaba así horas, timbrando varias veces, luego paraba durante unos segundos y al poco rato volvía a empezar. En la pantalla aparecía un número que no reconocía y que además iba cambiando entre una llamada y otra, por lo tanto no podía bloquearlo de ninguna manera. Como el sonido le crispaba los nervios, puso el móvil en silencio, pero entonces la vibración hacía temblar el escritorio con cada llamada así que también la desactivó. Pero la pantalla seguía iluminándose cada vez que volvía al ataque. No podía apagarlo o desactivarlo porque lo necesitaba para su trabajo, tenía que estar encendido. Aunque con tanto incordio no veía que le fuesen a dejar. Lo peor de todo es que sabía qué eran esas llamadas, lo sabía perfectamente. Las malditas publicidades de las teleoperadoras para ofrecer nuevos servicios que no había solicitado y que no le interesaban para nada. Aunque se hubiese dado de baja mil veces, aunque los hubiese amenazado, aunque los hubiese denunciado. Siempre volvían a intentarlo, siempre. Hasta que un día la gente se harte, hasta que se despierten y se den cuenta de que tienen el poder. Hasta que acaban con todas y cada una de ellas.
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