— ¡Puedo escuchar a la patrulla! — Dijo sin ser verdad. Solo tenía oídos para esa misteriosa e intimidadora voz—. ¡No tienes escapatoria, bestia del mal!
— ¡Tu policía no puede hacer nada contra la GRAN ZANAHORIA! ¡MUAJAJAJAJA! — Exclamó como lo haría el villano de una película antes de que empezáramos a correr en dirección contraria—. ¡Arrepiéntete, ser miserable!
Debíamos salir de ahí antes de que llegara la patrulla. Corrí tan rápido como pude, notando cómo todo se me hacía mucho más pesado que los días anteriores. No tardamos en dejarlo atrás, pues el señor estaba congelado en su lugar, con la mirada perdida en un punto sin definir del aire.
Sus manos se dirigieron a su rostro, apoyándose en las mejillas. No lo podía creer.
— Gran… Gran Zanahoria…— El recolector de basura se dejó caer de rodillas. ¿Acababa de recibir una visión? ¿Una declaración de un ser superior? De pronto su vida, como nunca antes, adquirió un nuevo sentido. Sus dos manos se alzaron hacia los cielos y exclamó—. ¡Acéptame en tu luz! ¡Me arrepiento, oh Gran Zanahoria, me arrepiento!
Seguí corriendo, pero el callejón tenía un final sin salida. Una enorme muralla, equipada con todo tipo de alambres de púas en su parte superior. Los delirios del señor se difuminaban a la distancia y más cuando mi atención se centró en el nuevo obstáculo que se presentaba en forma de letrero: “Cuidado con los perros”.
— ¡Estamos atrapados! — Intenté frenar, aunque las piernas no respondieron. La carrera seguía—. ¡¿Qué estás haciendo?!
— Vamos a saltar—. Agregó con completa seriedad—. ¡Al menos eso sé hacer bien!
— ¡Estás demente! ¡Deben tener diez perros guardianes allá adentro! ¡Mira el letrero! ¡Y las púas! ¡Y la altura del muro!
— No es lo de adentro lo que me preocupa…— Mencionó por lo bajo, casi susurrando. Ojalá hubiera hablado más bajo, así no escuchaba lo siguiente:
— ¡Probabilidades de éxito: 43%!
Despegamos. Ella saltó otra vez, usando MIS piernas como instrumento. Vi cómo me alejaba del suelo a una rapidez impresionante. Las púas se quedaban atrás y una enorme propiedad llena de cachivaches y perros bravos se abría ante nosotros. Apenas lograba mantener abiertos los ojos por la fuerza del viento que me golpeaba la cara. No podía evitar que mis brazos se agitaran caóticamente, tratando de aferrarse desesperadamente a las nubes que se veían cada vez más cerca. En ese entonces me di cuenta que, a esa altura y velocidad, solo estaba yo, el cielo… y ella.
Volví a sentir el clic, ahora en la ropa. Una luz verde se encendió en mi hombro derecho. Un mensaje pregrabado con la voz de ella se reprodujo.
— ¡Aron, bienvenido al programa VISK—Eight! —
Y empezamos a caer. Otra vez.
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[BIZC-8 continuará la próxima semana]
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