Una sombra oscureció mi rostro.
— ¡¿Que me suelte?!— La resignación no duró mucho. No es que ser observado amenazantemente por una señora con aspecto demoniaco ayude demasiado—. ¿¡Cómo puedes sugerir eso?!
— ¿Realmente quieres comentar eso o prefieres evitar que ese ente femenino de dudable naturaleza humana te golpee?
Y es que la señora estaba ahí. En la ventana. Su respiración, profunda como la de un toro, empañaba el vidrio.
Tal escena, digna de una película o videojuego de terror, terminó por hacerme tomar una decisión. Cerré mis ojos, preparándome para la peor caída de mi vida y me solté. Esperaba lo peor.
Nada. Mis parpados se abrieron. Seguía ahí, pero ya no era yo quien me sujetaba.
— ¡¿Qué está pasando?! — Grité, asombrado por el hecho que incluso cuando mis manos ya no ejercían fuerza, el traje que llevaba mantenía tal posición. Era duro como piedra, viéndome incapaz de moverme.
— ¡Te dije que no he practicado nunca con la amortiguación de caídas!
El traje. ¡El traje! ¡Esa era la respuesta! No era mi imaginación, no estaba sufriendo alucinaciones. ¡Ella era el traje! Hasta ahora pensaba que era solo una voz molesta, algo con lo que podría lidiar -a menos que fuera una enfermedad psicológica-, pero ahora todo tenía sentido. Más o menos. ¿Un traje que habla y tiene súper fuerza? ¿Qué clase de…?
¡Bip bip bip bip! El sensor de amenaza se volvía loco. “¡Grado siete!” gritó ella.
— ¡Suéltate, suéltate YA! — Mis ojos, abiertos como platos, veían como la señora sacaba el seguro de su ventana. Sus dos puños cerrados como piedras, listos para golpear a todo aquel que se interpusiera en su camino.
Y lo hizo, justo cuando la ventana se abría. Mis dedos, libres de la voluntad del traje, se abrieron dejándome caer al vacío.
— ¡Vuelve aquí, vándalo pervertido! — La mujer agitó sus puños hacia el cielo, sin creer que el joven prefiriese soltarse antes que enfrentar su ira. No dispuesta a verme caer se sintió satisfecha al escuchar mi grito de terror. Se encogió de hombros, cerró la ventana y prosiguió con sus muy importantes asuntos.
Y, sin embargo, la señora se equivocaba. Eran dos las voces las que gritaban con la caída. Una era precisamente la mía. La otra… parecía la de una chica, ligeramente sintetizada, proveniente del traje.
La gravedad quiso hacer lo suyo: golpear rostros incautos contra la dura realidad del frio cemento. Un par de fracturas, la columna rota, tal vez unos dientes menos, un trauma psicológico era muy probable. Un día común para las leyes de la física. Gritamos al unísono, aterrorizados por el concreto que se nos venía encima. El suelo estaba cerca, la brisa de la caída se acababa. Era nuestro final.
— Chico… ¿Tienes algún problema? — Un hombre que rodeaba los treinta años de edad, vestido con el uniforme que usaban los recolectores de basura, me miraba como si tuviera algo extraño en la cara, además de estar gritando como un demente. Su cabeza se dirigió hacia la ventana de la cual acababa de caer antes de volver a mí, sin entender qué pasaba.
Dejé de gritar y abrí los ojos una vez más. El suelo estaba ahí, bajos mis pies, como si nada ocurriese. Lo único raro era que estaba en una posición desconocida, como la de los ninjas en las películas cuando aterrizan sin ningún rasguño. Sin saber cómo acababa de realizar un aterrizaje perfecto a nivel olímpico. Diez de diez, por favor.
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[Bizc-8 continuará la próxima semana]
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